El científico.

Hugo tiene ocho años.
Ocho años son casi diez. Y diez años es una edad muy especial: hacen falta dos números para escribirla y los dedos de las dos manos para contarla Con diez años, un niño ya es mayor, así que Hugo se va preparando.
Para empezar, ha dejado de creer en hadas, en duendes y en dragones.
Le da igual que su abuela le cuente cuentos cada vez que va a verla al pueblo.
—Eso es sólo un bosque —dice Hugo señalando fuera—. Y en el bosque sólo hay árboles y animales. Eso es ciencia.
Hugo aprendió esa palabra en una visita al museo y le dice siempre que puede porque parece una palabra de mayor.
—No, no, cariño —le responde su abuela—. En el interior del bosque, donde las copas de los árboles son tan altas que no llega la luz del sol, hay trasgos. No debes acercarte nunca.
—Eso no es científico, abuela. Si no llega la luz del sol lo que hay que hacer es llevarse una linterna.
A su abuela no le impresionan ni la palabra “ciencia”, ni la palabra “científico”. Ella le habla de las náyades del lago y de por qué no debe tirar piedras al agua. Hugo cree que es porque no ha ido nunca a un museo, pero no se atreve a preguntarle. A su abuela le impresionan tan poco esas palabras que se empeña en dejar todas las noches un platillo con leche y avena detrás de la puerta de la entrada, y una manta junto a la chimenea. También deja un cepillo de madera al lado del espejo del baño.
—Hay que tener contentos a los duendes—le explica cada noche—. Leche y avena por si tienen hambre, una manta por si tienen frío y un cepillo porque les gusta llevar el pelaje brillante y limpio.
—¡Eso no es nada científico, abuela!
—Lo que es, es —zanja su abuela—. Todo el mundo sabe que si los duendes no están contentos hacen trastadas.
—¿Has visto alguna vez un duende? —le pregunta Hugo muy serio.
—Yo no, pero he visto el plato de leche vacío y la manta revuelta y el cepillo lleno de pelo.
—¡Eso lo ha hecho el gato, abuela!
—¡No te atrevas a culpar a Cenizas por esto! Mi madre vio un duende cuando tenía tu edad. Ahora métete en la cama y no me discutas.
Hugo no discute y se mete en la cama, pero esa noche, cuando la luna está tan alto que ilumina el suelo de madera de su habitación, se levanta y se pone el batín y las pantuflas. Está dispuesto a actuar como un científico y demostrarle a su abuela que los duendes no existen.
Primero se come la leche con avena. Luego revuelve la manta y, por último, se peina con el cepillo y deja unos cuantos pelos en él.
A la mañana siguiente, cuando Hugo se pone las botas para bajar a desayunar descubre que alguien a cambiado los cordones por espaguetis cocidos. Baja las escaleras con las botas bailándole en los pies.
—Abuela, ¿le has hecho algo a mis botas? —pregunta Hugo al llegar a la cocina.
—¡Valiente tontería! —responde su abuela, y le pone delante un trozo de tarta de chocolate y cerezas y un gran vaso de leche muy, muy frío.
A Hugo se le hace la boca agua. No hay nada que le guste más. Pero está tan lleno de la leche y de la avena que se comió la noche anterior que apenas puede dar unos bocados.
—Me encuentro mal, abuela —dice llevándose las manos a la tripa.
—Si, tienes mala cara. Metete en la cama y mientras yo te iré a comprar unos cordones para esas zapatillas. ¡Menuda idea la de atarlas con espaguetis!
Hugo arrastra los pies escaleras arriba. Se tumba en la cama y le parece que el colchón está lleno de bultos. Está tan incómodo que tira de un hilo de la costura y empiezan a caer castañas.
Cenizas, el gato, entra en cuarto como un cohete y se pone a jugar con ellas.
Hugo se sienta en el suelo, junto al gato, rodeado de castañas. Intenta pensar cómo han llegado así, pero como no se le ocurre nada científico, se cansa y coge su consola para jugar un rato. La enchufa, pero no se enciende. La pone a cargar, pero la pantalla sigue sin iluminarse, así que abre la tapa.
Alguien ha sacado la batería y ha metido dentro el corazón de una manzana.
—¡Esto no es justo! —grita Hugo y tira el corazón de manzana contra la pared, tan fuerte que Cenizas se asusta y eriza el lomo.
De repente, en una esquina del cuarto se escucha una risa y se mueve una baldosa suelta. Asoma una cabecita peluda; después un cuerpo peludo; finalmente un rabo peludo. Es tan grande como Cenizas, pero camina sobre dos patas y tiene el pelaje de color púrpura. Cenizas se tumba panza arriba, reclamando caricias.
El duende le rasca la tripa al gato y mira a Hugo con unos ojos grandes como nueces, brillantes como la luna y verdes como el bosque en primavera. Luego bate palmas y canturrea con una voz que suena como el entrechocar de las cacerolas en la cocina.

Sin avena y sin manta
Anoche tuvimos hambre y frío
Sin un cepillo del pelo
Hoy tenemos nudos y enredos
¿Qué hace Hugo sin sus botas, sin su cama, sin su tarta y sin su consola?
Hugo se enrabieta, llora y patalea.
Hugo sólo cree lo que puede ver.
¿Ahora Hugo me ve?
 
Hugo asiente con energía. El duende, satisfecho, acaricia la cabeza de Cenizas y se marcha por donde ha venido. Hugo corre a mover la baldosa, pero detrás sólo ve un túnel lleno de polvo y de arañas. Está a punto de meter la mano, cuando escucha la puerta de la entrada. 
—¡Abuela! —grita y corre escaleras abajo— ¡No te creerás lo que he visto! ¿Tenemos más avena? ¡Abuela, dime que tenemos más avena!

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