Éramos ecologicos.



Recuerdo que cuando era pequeña teníamos en la cocina una bolsa de tela de color rosa, con un estampado de gatos grises y un frucido con un lazo blanco en un extremo que servía para cerrarla. Era la bolsa del pan. Servía para ir a la panadería, comprar el pan y guardarlo colgado detrás de la puerta.
También teníamos una bolsa de color marrón para ir al mercado. Estaba hecha de una especie de trenzado de plástico y tenía unas asas, también de plástico, que se clavaban en la mano cuando iba muy llena.
Mi pradina me cosía vestidos en verano. Tuve uno con dibujos del Inspector Gadget, que era una mis series favoritas porque Spohie tenía un libro ordenador. Mis muñecas tenían vestidos cosidos a mano. Y una de las cosas que más me gustaba en el mundo eran los botones. Escogerlos en la mercería, ordenarlos, sacarlos de un bote de plástico blanco en el que estaban guardados, repasarlos uno por uno, extenderlos en la mesa, cogerlos a puñados, guardarlos en su bote y volver a empezar.
Recuerdo ir a la mercería a comprar botones y madejas de lana porque por aquél entonces mi madre me tejía jerseys y chaquetas. Yo no entedía muy bien el proceso, pero de vez en cuando tenía que dejar de hacer lo que fuera que estuviera haciendo y ponerme muy derecha y estirar los brazos para ver si ya había suficiente manga o había que añadir unas cuantas filas más de puntos. 
Recuerdo ir al zapatero con zapatos nuevos y viejos a poner tapas y a comprar betún. Yo, que nunca me acuerdo de las caras, sería capaz de de reconocer al zapatero. Lo veo claramente detrás del mostrador, en un espacio que por aquél entonces ya me parecía diminuto, rodeado de estanterías de metal llenas de zapatos. Cogía un trozo de cinta de carrocero y lo pegaba en la suela del zapato y escribía el nombre. Nunca se perdió un zapato.
Recuerdo que las botellas de cacaolat se guardaban en la cocina para devolverlas a la tienda y que en el mercado los tenderos nos conocían. Llegábamos a casa con la compra envuelta en papel encerado y las manzanas bailando sueltas por el capazo.
Recuerdo pañuelos de tela que se ponían hechos un asco en cuanto uno se acatarraba, pero que todavía conservo en el cajón. Y toallitas de tela en el baño que servían para limpiarse la cara y las manos antes de comer.
Recuerdo cajas azules de galletas que hacía mucho tiempo que no tenían las galletas que aparecían en la fotografía de la tapa, pero que contenían bombones de coco y turrón de miel y almendras. 
Recuerdo que comprábamos periódicos y los guardábamos una vez leídos. Arrancábamos esquinas que servían de punto de lectura. Cogíamos hojas enteras que arrugábamos y metíamos en los zapatos antes de guardarlos al final de la temporada. Encendíamos la chimenea con bolas de papel. Cogíamos páginas para envolver sobrasadas y tomates en rama.
Los cuadernos del colegio que habían quedado a medio terminar se terminaban con listas de la compra, dibujos, notas... Cualquier trozo de papel era bueno para escribir y se escribía por los dos lados.
Y luego, sin saber muy bien cómo, comenzamos a traernos el pan a casa dentro de una bolsa de plástico. Y resultaba más barato comprar un jersey ya hecho que hacerlo. Cambiamos el mercado por el supermercado; allí te servías tu mismo, lo que era cómodo, o te llevabas lo que fuera directamente envasado, lo que era mucho más cómodo. Los discos de algodón se comieron el espacio de las toallas y de la nada llegaron las toallitas desechables.
Comenzó a ser más barato tirar unos zapatos rotos que remendarlos y en los supermercados ya no recogían botellas de vidrio. Los catarros se pasaban con pañuelos de papel, que luego no había que limpiar y era mucho más cosmopolita comprar galletas y bombones y tartas de colores. Dejamos de visitar el mercado porque era lento y el tiempo se había convertido en algo que se tenía que ahorrrar y aprovechar en cosas útiles. 
En casa desaparecieron los tarros de botones, la bolsa de la compra pasó a guardar trapos y estropajos y la bolsa del pan se perdió porr algún cajón.
Dejamos de hacer lo que sabíamos hacer y aprendimos costumbres nuevas que resultaban mucho más higiénicas y convenientenes, ahorraban tiempo y nos hacían sentir modernos.
Y ahora nos dicen que lo estamos haciendo mal. Y que tenemos que volver a como lo hacíamos antes.
Me da rabia, la verdad. Porque recuerdo que éramos ecológicos, pero nos hicieron creer que no éramos modernos.

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