Estado de alarma. Primera semana (otra vez)

 Comenzó con una tos.

Así de sencillo. 

Alguien, en algún lugar del mundo, tosió. 

Y la vida hizo lo que hace siempre: prosperó. 

Solo que esta vez la vida no fuimos nosotros. Fue algo diferente. 

Nosotros, constructores de civilizaciones, destructores de ecosistemas, hemos resultado ser tan temibles como los marcianos de "La guerra de los mundos" e igual de vulnerables. Gigantes con pies de barro.

Dicen que estamos en la segunda oleada. Basta una consulta rápida en la wikipedia para saber que no es así. La gripe española (que por lo visto, ni fue gripe, ni fue española, pero se pareció mucho esto) tuvo tres oleadas. La primera fue en 1918, la segunda, en 1919 y la tercera, en 1920. Nosotros contamos más rápido y ni siquiera dejamos pasar un año entre una oleada y otra; apenas un trimestre y ya damos por superada la primera fase de la crisis. 

¡Ante todo que no decaiga el ánimo!

Las oleadas no funcionan así. Acérquense a una playa. El agua sube, la ola se eleva y se riza la cresta, se rompe al llegar a la orilla y se convierte en espuma y, entonces, hay un instante de calma antes de que se eleve una segunda ola. 

Desde marzo no hemos tenido calma. Y no creo que la vayamos a tener durante un tiempo. 

Pienso en libros. Los padres de Flora Poste, en "La hija de Robert Poste", fallecieron de gripe española. Y los de Mrs de Winter, en "Rebeca". Agatha Christie también recurrió a la gripe española en alguna ocasión. Si algo se dio con tanta frecuencia como para llegar convertirse en un recurso estilístico, nos queda todavía mucho para llegar a la tranquilidad. 

Hemos normalizado la situación, eso sí. Pero no me tranquiliza. He leído las suficientes distopías como para saber cuándo tengo una delante. Y sacar a pasear a T. sorteando terrazas abarrotadas de gente enmascarillada, mientras las luces azules de una ambulancia rebotan contra las paredes y los toldos se parece mucho a una distopía. Añadamos un toque de queda y cierres de fronteras y tendremos una distopía de manual.

El virus se acerca. Casi como si el enemigo en una guerra estuviera a las puertas de la ciudad. Si en invierno apenas se sabía de casos, ahora sí. Los grados de separación con el virus se reducen y ahora son el hijo de un compañero de trabajo, un padre de un conocido o la madre de otro los que van cayendo enfermos. Estamos a un grado y reduciendo la distancia. 

En marzo no estaba asustada. Ahora sí. Estoy asustada y cansada de ver cómo nada funciona. Quizá porque nada de lo que se hace termina de tener sentido. Al parecer el virus afecta de forma diferente a las terrazas, reuniones sociales, escuelas e incluso cuarentenas según el territorio en el que viva uno. Es la única forma de entender la cacofonía de normas y medidas que están tomando unos políticos que, a mi entender, no tiene más altura que unos matones de patio de colegio. 

Y nosotros tampoco somos mejores. No estamos a la altura de una guerra y esto se parece mucho a una. 

Así nos va. 

¡Qué se yo! Quizá sea el cambio de hora; quizá que estoy cansada; quizá que este nuevo estado de alarma me ha caído encima como una sábana mojada y helada. 

En cualquier caso, bienvenidos. Estado de alarma. Primera Semana (otra vez).

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