Érase una vez


I


La loba rastrea a sus presas con los ojos cerrados. Sabe que cuando los animales mudan la piel del mismo color que la nieve la vista se vuelve engañosa.

Huele a frío y a humedad; a hojas de pino y al jarabe que los hombres sangran de la corteza de los arces. En las copas de los árboles, una lechuza agita las alas. Le llega el olor acre de sus plumas. La loba estira el cuello y se lame el hocico. Olfatea el bosque. Y allí está el aroma que buscaba, cálido y dulce.  

Todavía sin abrir los ojos la loba avanza una pata. La nieve cruje con suavidad bajo las almohadillas. Un sonido casi imperceptible que el viento ahoga. Avanza otra pata y luego otra más.

Mueve las orejas. Un latido. Otro. Y otro más. Son rápidos, casi como un zumbido. Y fuertes. El animal es joven y está sano.

Con el cuerpo casi a ras de suelo la loba va rodeando a su presa para situarse a contra viento. Entonces sí abre los ojos. 

Es una liebre. Tan blanca, que si no supiera que está allí, la habría pasado por alto. 

La loba se agacha, anticipando el momento. Tensa los músculos de las patas traseras y salta.

La liebre se queda congelada un segundo. Menos del tiempo que media entre un latido y otro. El suficiente para darle ventaja a la loba y para perderla ella. 

La loba no es cruel. Al Mercader no le gusta. Atrapa a la liebre entre las patas y le clava los dientes en el cuello. Los dos corazones se aceleran juntos. La loba permanece inmóvil. Las orejas de la liebre se agitan, patea con fuerza. La loba aprieta más fuerte. La nieve cae sobre las dos. La sangre gotea uniendo su olor al del bosque helado. Aguanta la presión hasta que el animalito se rinde. Su latido se desvanece. Su cuerpo se relaja. 

Cuando sólo nota el latido de su propio corazón, la loba deja su presa sobre la nieve. Se estira y se sacude de encima la nieve. Aúlla satisfecha. Recoge la presa con infinito cuidado y regresa al carromato. 



II


 El Mercader de Espinas detesta madrugar. Detesta salir del carromato al frío de la nieve y encontrar los restos del café de la cena congelados. Detesta colocarle las cinchas al buey que tira de su carromato cuando están tan frías que los bordes le cortan las manos. 

— No ha encontrado otro momento mejor para salir a cazar, no. Justo antes de marcharnos. ¡Estate quieta, bestia! Esto me gusta a mí tan poco como a tí. De todos los hombres estúpidos, Mercader, tu eres el más estúpido. Debiste atarla. No le gusta, pero debiste atarla. ¡Ah, ahí estas! ¿Qué te dije? ¿Qué es eso?

La loba se acerca con la cabeza gacha y deja frente a él una liebre, tan blanca que se confunde con la nieve. El mercader suspira. Tiene el carromato lleno de pieles. La loba es joven y le sobra energía. Y en los bosques sobran piezas. Zorros, liebres, hurones, conejos… Se ha visto obligado a colocar las pieles que la loba va cazando junto a su mercancía habitual. Si no lo hubiera hecho así, hace tiempo que tendría que haber añadido un segundo carro. Y un segundo carro supone contratar otro conductor, que seguramente tendrá ganas de hablar durante todo el camino.

No. Al Mercader le gustan el silencio y su carromato. Tiene el tamaño justo para que la soledad sea suficiente, pero no demasiada. 

—Recoge esto y mételo dentro. Y no te vuelvas a escapar. Quiero llegar a la capital antes de que salga el sol. Granta tiene mal genio al amanecer y empeora durante el día. ¡Sube!

La loba da un salto y se acomoda en el pescante. El buey no se inmuta. Conoce el olor del animal. El mercader termina de sujetar las cinchas, echa nieve sobre los rescoldos de la hoguera y sube al pescante. La loba coloca la cabeza sobre sus piernas. 

—Mimosa —le riñe el Mercader— ¿Dónde se ha visto? ¿Acaso no te he enseñado a ser temible? No conseguirás nada siendo dulce —le acaricia la cabeza y la loba cierra los ojos—. No te preocupes, mi vida. Papá lo arreglará todo. 



III


Granta sale de la cámara real lanzando tales improperios que los mercenarios de la Corona arquean las cejas. 

—¡Oíd bien mis palabras, Majestad! ¡Seréis la ruina de vuestro reino!

En el pasillo se detiene en seco; el Mercader de Especias se acerca acompañado de una loba joven. No le sorprende verlo allí. Su nombre es de los que se pronuncian a media voz en los bajos fondos y en las altas esferas.

—¡No te molestes, Mercader! ¡No encontrarás hombres más necios en este reino que los que se reúnen en este castillo!

Granta sigue caminando sin mirar atrás. El Mercader y la loba la siguen, aunque tienen que trotar para seguirle el ritmo. A su paso, los murmullos se engarzan como las perlas de un collar. 

—¡Expulsada por traición! ¿Puedes creerlo? !A mí, que me enfrenté con un genio del desierto y salí victoriosa y con la gracia de la eterna juventud! ¡A mí, que he gobernado junto a tres reyes y he sido amante de dos! ¿Habrás traído tu carromato, supongo? Menuda pregunta, por supuesto que sí. ¿Dónde está ese trasto viejo?

Sin esperar respuesta, Granta se encamina hacia el patio, donde el Mercader ha aparcado su carromato. Está rodeado de curiosos. 

—¡Apartaos estúpidos! ¿Acaso deseáis pincharos con una de su espinas? —grita agitando los brazos. 

Sube al carromato, se coloca los pliegues del vestido, cruza los brazos sobre el regazo y alza el mentón. 

—Te iré indicando —le dice al Mercader.

La nieve no sobrevive dentro de los muros de la ciudad. Se deshiela con las pisadas y con las ruedas de los carros, se convierte en un fango sucio que se vuelve a helar cada noche. El Mercader de espinas guía con mano firme al buey hasta llegar al destino que Granta le indica. Una casita apretujada entre el muro este de la Ciudad y la roca sobre la que se asienta el palacio. 

La puerta se abre sin que Granta saque ninguna llave del bolsillo. Dentro el aire está viciado. Abre las ventanas para ventilar y son muchas más de las que sería razonable suponer que podrían encajar en una casa tan minúscula. 

Agotada, se deja caer en un sofá. Una nube de polvo se levanta, para luego volver a depositarse en el mismo sitio.

—Sólo le dije que debía pensar en el futuro. Somos un reino pequeño, sin defensas. Nuestros vecinos han sido pacíficos, pero no lo serán por mucho tiempo. Una alianza matrimonial. Eso fue todo. ¿Por qué si no ha tenido una hija? Planea bautizarla en primavera; es una oportunidad inmejorable para buscar aliados. ¿Y sabes qué me ha contestado el muy necio? ¡Que el reino es un remanso de paz! “Un estanque plácido” ha dicho. ¡Tú sabes tan bien como yo lo que sucede con el agua de los estanques cuando no se renueva!

—Que se pudre —responde el Mercader. 

—¡Exacto! —exclama Granta. Y, por primera vez, presta atención a su invitado—. ¿Qué haces aquí, Mercader? No te toca esta ruta hasta la primavera. ¡Por favor, dile a tu loba que se aleje de mis cortinas!

—¡Minué! Ven aquí —dice el Mercader.

 La loba acude mansa junto a él. 

—¿Minué? ¿Le has puesto el mismo nombre que a tu hija? —se ríe Granta. 

El Mercader acaricia la cabeza de la loba con el dorso de la mano y a Granta la risa se le entristece. 

—Oh, ya veo. ¿Cuándo sucedió?

—Hace unas semanas. Una espina. 

Granta asiente. 

—Los accidentes suceden entre los de nuestra clase. Yo una vez tuve una hermana pequeña.

—Minué es una buena chica. Lista. Curiosa. 

—Siempre lo son. 

—Necesito tu ayuda, Granta. 

—Tienes en tu carromato espinas para obligar a mentir y para forzar a decir verdades. Espinas para rejuvenecer o para llenar de arrugas y de canas al incauto que se pinche con ellas. Espinas para agudizar el ingenio. Para hablar idiomas muertos y quién sabe qué más. No me creo que no tengas nada para ella. 

El Mercader niega con la cabeza. 

—No son solo mis espinas. Puso también magia de su parte. 

—Una lástima —Granta se recuesta en la silla—. Sabes que di mi magia a cambio disfrutar de este aspecto hasta que me cansara de él. 

—¡No me tomes por estúpido! —brama el Mercader.  

A su pesar, Granta se encoge. El Mercader parece ahora más oscuro, más peligroso y más antiguo. 

—Le diste al genio tu poder para hacer magia. No para deshacerla. Así que dime qué quieres a cambio y deshaz este hechizo. 

Granta carraspea.

—Quiero una de tus espinas. Quiero una espina para dormir cien años. 

—¿Qué pretendes hacer con ella?

—Revolver las aguas de este reino. 

El Mercader mira a la loba a los ojos. No hay duda ni arrepentimiento en su respuesta.

—Trato hecho. 

—¡Estupendo! Sal a buscarla a ese trasto que llamas carromato mientras yo empiezo a trabajar. Y no vuelvas a entrar si no soportas los gritos.

La noche es larga. En el hechizo se entrelazan la magia antigua del Mercader y otra mucho más joven y tozuda. Granta tiene que desenredar las hebras de los conjuros una a una. Al amanecer tiene calambres en los dedos. La loba ha comenzado a perder su forma. Sus perfiles se difuminan y comienzan a asomar los de una niña.

El Mercader la envuelve con una manta. Sobre una mesa ha dejado una espina en un frasquito de vidrio. 

—Tráeme a la niña cuando sea mayor, Mercader. Promete. 

— Así lo haré. Cuídate mucho, Granta. Ocúltate una temporada. 

Granta se recuesta en el sillón. 

—Ya lo he pensado. Haré un viaje. Creo que la decimosexta fiesta de cumpleaños de la princesa será un buen momento para volver. 



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