La casa de tés.


La casa de tés tenía una carta y una lista de normas. 
En la carta ofrecía, entre otros muchos, tés de valor, tisanas de templanza o infusiones de buen humor. La casa servía lo que el cliente pedía, fuera lo que fuera. Si no tenía la mezcla adecuada de hierbas, la dueña la preparaba, mezclando briznas de hojas secas y frutas deshidratadas que sacaba de coloridas latas, cajitas de madera y bolsas de papel. Siempre y cuando el cliente fuera capaz de pagar. Era era la primera norma.
El té de coraje era lo más caro que se podía tomar. La infusión de conformismo apenas costaba unos céntimos. La tisana de pavor era sorprendentemente asequible y tenía una cantidad todavía más sorprendente de aficionados. A la gente le gustaba sentir el miedo bajando como una piedra hasta el estómago y extendiéndose frío por la columna hasta la coronilla. 
La segunda norma prohibía sacar las teteras, las tazas y su contenido fuera de la casa. Siempre había alguien lo suficientemente estúpido como para intentarlo. Las teteras y las tazas se rompían en cuanto cruzaban el dintel de la puerta, a consecuencia de una inexplicable presión. Algunos de los huesos del ladrón también lo hacían, víctimas de los bastones de los dos porteros que más que guardar la entrada, custodiaban la salida. 
Por último, la casa no realizaba devoluciones. Nunca. Bajo ningún concepto. El cliente debía saber lo que era capaz de tragar y lo que no. Para sorpresa de muchos el té de valor se atragantaba con frecuencia, provocando toses y arcadas. En estos casos el té, ya frío, iba a parar al desagüé del fregadero sin mayor ceremonia y la dueña acompañaba a al desconsolado cliente a la salida. 
—No se lo tome así, querido —le decía dándole golpecitos en la espalda para ayudar a pasar la tos—. El valor no está hecho para todo el mundo. Ahora ya sabe que no es lo suyo. ¿No es un consuelo?

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