Un cuento: Ketchup

El señor Pardo era el propietario de la hamburguesería, del colmado, de la tintorería y del periódico local. También poseía participaciones nada desdeñables del garaje y del periódico local. Esos eran prácticamente todos los negocios que había en nuestro pueblo, Roberta, por lo que el señor Pardo era, en realidad, el dueño de Roberta. Lo único que no tenía era la alcaldía, pero eso era sólo porque no tenía ambiciones políticas. 
El señor Pardo también tenía un hijo, al que a sus espaldas llamábamos Pardito y al que a la cara procurábamos no llamar de ninguna manera. Porque el mismo talento que el señor Pardo tenía para hacer negocios, Pardito lo tenía para hacer daño.
Por aquel entonces el señor Pardo estaba iniciando a su hijo en los negocios familiares. Y Pardito aprovechaba para afilar su imaginación. 
El garaje se incendió y Matias y Simón, los empleados, estuvieron a punto de asfixiarse al quedarse atrapados, sin saber cómo, en uno de los fosos. A los pocos días todo cuanto había en la tintorería se echó a perder cuando las botellas de lejía terminaron en los cajetines de detergente de las lavadoras. Flora, la encargada, no pudo dar ninguna explicación; estaba demasiado ocupada aplicándose hielo en las manos escaldadas por el vapor de las planchas. 
En el colmado todas las latas se echaron a perder mucho antes de su fecha de caducidad. El señor Fusco, el octogenario que lo regentaba desde que el padre del señor Pardo abriera la tienda, estuvo hospitalizado una semana con una grave intoxicación que lo dejó en los huesos. No pudo dar una buena explicación a qué lo había impulsado a comer seis de aquéllas fétidas latas. 
La mañana que Pardito entró en la hamburguesería no presagiaba nada bueno. Matías y Simón nos miraron con lástima desde sus taburetes. Flora y el señor Fusco, que habían venido a desayunar, se encogieron cuanto pudieron en sus mesas. A media mañana la mitad de los empleados teníamos quemaduras de aceite porque las freidoras habían comenzado a perder por las junturas. A la hora de cenar, el local daba lástima. Miraras donde miraras, todo estaba cubierto de ketchup. Las mesas estaban volcadas y había varias sillas rotas. En la cocina, la plancha se había desencajado de sus soporte y yacía varada en el suelo. 
El señor Pardo estaba de pie, en mitad de todo aquél desastre y nos gritaba. Tenía la cara colorada y apretaba tanto los puños que podíamos verle los nudillos en sus dedos regordetes. 
–¡Esto es intolerable! ¡Inaudito! ¡Inimaginable! –hizo una pausa para buscar más calificativos, pero sólo dio con uno más–. ¡Una vergüenza! ¡Me preocupo por este pueblo! ¡Abro un negocio  tras otro poniendo mi dinero y mi esfuerzo y el de los míos para haceros la vida más cómoda! ¿Y esto es lo que recibo? –señaló el caos a su alrededor–. ¿Acaso no os gusta tener lo mismo que en la ciudad? ¿Es que no creéis que este pueblo se merece una tintorería con secado rápido? ¡Yo si! ¿Es que no os gusta tener un garaje en el que reparar los tractores? ¿Y un periódico que os cuente lo mismo que los periódicos más grandes con sólo unos días de diferencia? –el señor Pardo se masajeó las sienes. Dio un par de pasos y los restos de la vajilla crujieron bajo sus zapatos. Alzó las manos al cielo–. ¡Os doy trabajo para que podáis instalar calefacción en las casas! ¡Para que enviéis a vuestros hijos a la universidad! ¿Y así me pagáis? ¡Saboteando mis negocios, uno tras otro! Por suerte, tengo a mi hijo para vigilaros de cerca –miró la hamburguesería destrozada– ¿Dónde está mi hijo?
El señor Pardo nos caía bien. Lo apreciábamos de verdad. Por eso no tuvimos valor para decirle que Matías, Simón, Flora y Fusco habían arrastrado a Pardito hasta el callejón, donde estaban los contenedores. Tampoco le dijimos que los demás lo manchamos todo de ketchup porque fue lo único que se nos ocurrió para tapar las manchas de sangre. 

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