Dos personajes.

 


 
Se hacen grandes grandes sacrificios por la patria y el mío es, sin duda, uno de los mayores.
¡Yo, que he recibido de manos de Su Majestad la medalla al mérito escénico, llevo semanas atascado en este purgatorio, sentado sentado día tras día, en este hangar vacío, a millas de distancia de Londres! Toda mi ropa apesta a combustible para bombarderos y tengo los pies tan helados que no me ha quedado más remedio que ponerme estos toscos calcetines la Armada proporciona a sus soldados.
¡La Armada! Uno pensaría que por lo menos dispondrían de café decente. Pero no. Me sirven esta insufrible mezcla de achicoria y remolacha que todos nos vemos condenados a beber en estos tiempos.
Me recoloco las mantas sobre las piernas. Cintia las consiguió cuando quedó claro que aquí no tendría ni despacho, ni estufa ni ninguna comodidad mínimamente civilizada. Son mantas viejas, usadas antes por otros, de eso no hay duda.
¡Maldito sea mi hermano, su alma de burócrata y su lengua zalamera! ¡Y maldito sea yo, por dejarme convencer!
—¡Siguiente! —grito.
Un soldado abre la puerta en el lateral del hangar y entra un hombre. ¡Santo cielo! ¿Por qué todos han de ser hombres? ¿Acaso la Armada no tiene imaginación?
—Camine hasta situarse frente a mí —le indico.
El hombre se acerca arrastrando los pies, abrazándose el torso. La espalda encorvada, las ropas cubiertas de polvo, los zapatos enlodados, las suelas consumidas. No lleva abrigo, por supuesto. Ni sombrero. Desde mi silla puedo ver los sabañones de las manos. Mantiene la mirada fija en el suelo. Tiene las mejillas hundidas y el cabello le clarea. Sé que si miro debajo de su camisa encontraré marcas de chinches. Exactamente igual que esos pobres desgraciados que nos llegan desde el otro lado de la línea Maginot
—Cuénteme su historia —le indico.
Arrastra las erres como si hiciera rodar piedras de río con la lengua y se atasca con las “ges” como si atragantara con esas mismas piedras. Lo dejo desgranar su historia de huída, de privaciones, de familiares desaparecidos; nada que no haya oído antes.
—¡No, no, no! ¿Esto es todo lo que tiene para ofrecerme? ¡Apártese de mi vista!
El hombre endereza la espalda y camina con un paso mucho más ágil hasta situarse junto a la docena de hombres descartados que aguardan a mi espalda. Se niegan a marcharse con tal fervor que confirmo, una vez más, que uno de los grandes consuelos del ser humano es ver a otro fracasando donde antes fracasó uno mismo.
—¡Café! —bramo.
Cintia, que toma notas a mi mano, agita la cafetera.
—No queda café.
—¿Y qué hacemos cuándo no queda café?
—Cuando no queda café, dejamos de tomar café —me contesta, sin siquiera mirarme.
Dios la bendiga. Han pasado quince años y todavía no me explico cómo accedió a casarse conmigo.
A mi espalda, un rumor de frases en perfecto inglés va subiendo de tono. Incluso se escucha una risa.
Me vuelvo.
—¡Acaso encontráis esto divertido! ¡Atajo de patanes! ¿Y vosotros sois lo mejor que pueden ofrecerme los servicios de inteligencia? Habéis ido más lejos que la mayoría, sí. ¿Creéis que eso importa? ¿Creéis que porque os habéis privado de unas cuantas comidas y habéis restregado esas ropas por sótano de vuestras abuelas es suficiente para engañar a cualquiera? ¡Os lo he dicho cientos de veces! ¡Uno no juega a ser Macbeth! ¡Uno es Macbeth! ¡Uno no pretende sentir! ¡Uno siente! ¡Sentimiento es lo que estoy buscando, autenticidad! ¡Y vosotros, inútiles, os empeñáis en interpretar! ¡Si pensáis que voy a permitir que os arrojen en estas condiciones al otro lado de las trincheras para que os maten es que estáis muy equivocados! ¡Estaremos aquí hasta que vea un sentimiento sincero y si tenemos que ver amanecer por Dios que lo haremos! ¡Siguiente!

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