Manos


En esta  vida puedes aprender un oficio y tener una profesión o puedes tener talento en las manos y ser un maestro. 
Mi hermana tiene unas manos finas y largas. Ligeras. Manos para capturar la música y para doblegarla sea cual sea el instrumento. Está a un año de terminar sus estudios en el Real Conservatorio.
Mi hermano tiene unas manos blancas y hermosas. Tan hermosas que de niño bastaba que se anudara una brizna de hierba en los dedos para que pareciera que las llevaba cargadas de joyas. Prospera en el palacio del Marqués que tenía los doce años. 
Yo soy dependienta en la mercería de Madame Clo.
Lo he intentado todo. La laca de uñas se me descarcarilla en cuanto se seca. Las cremas perfumadas se niegan a perfumar. Pierdo los anillos antes de dar dos pasos. He cogido todas las herramientas que he encontrado sin conseguir despertar ninguna habilidad. Soy incapaz de dibujar, bordar, tallar, esculpir, cocinar…
A los catorce años mi padre me llevó a ver a una quiromántica, con la esperanza de que las líneas de mis manos revelaran alguna profesión desacostumbrada. Fue así como el hijo de Lin, la carnicera, descubrió que tenía manos de tallador de coral; lleva años instalado en el puerto, tallando delirios rosas y blancos para las grandes familias. .
Mis manos son perfectamente ordinarias. Uñas cortas y sin pintar, tono de piel ni claro ni oscuro, tamaño apropiado para mi altura. Ni grandes ni pequeñas, ni anchas ni finas. Ni manchas ni cicatrices, ni lunares, ni callos…
Nada.
Tengo manos de aprendiza.
Llevo ya dos años trabajando en la mercería. Saco rollos de tela de los estantes y mido, corto y empaqueto retales con bonitos lazos de raso. Despliego cintas de encaje, envuelvo botones y cobro carretes de hilo. 
Madame Clo tiene manos de modista. En la parte trasera de la tienda tiene su taller y allí pliega frunces, da puntadas, recoge la tela en hermosos pliegues sin esfuerzo. Su tienda es la mejor de la ciudad. Sus proveedores son tan exclusivos que los guarda en secreto. Y sus clientas reservan cita con semanas de antelación para comprar en la mercería o con años, si lo que quieren es un diseño de Madame. 
A veces quisiera saltar al canal y hundirme hasta el fondo.
La tela, tan liviana como la niebla de otoño, se desparrama por el mostrador y se niega a dejarse medir. Los encajes parecen hechos de tela de araña y se enredan con maldad en cuanto los desplegamos. Los botones son hermosos, cuentas de luz apiñadas en cajitas de madera, pero que tienen la mala costumbre de repiquetear por el suelo sin dejarse contar. Y los carretes son de un hilo tan resistente que mellan el filo de las tijeras. 
Esta mañana está siendo especialmente atroz. Sobre el mostrador tengo una una docena de rollos de tela que van desde el “azul” atardecer” hasta el “azul amanecer” pasando por “medianoche”. La clienta, tan recargada de fruncidos que podría sentarse en el balcón de la tienda junto a los geranios, ha exigido ver uno por cada hora que tiene la noche. 
—Un baile nocturno, querida. Es tan difícil decidirse— me ha dicho. 
Y yo, que por algo estoy en mi segundo año de aprendiza, me he tragado el suspiro y he asentido, complaciente. 
—Por supuesto, señora. No se apresure. Madame Clo desea, ante todo, que sus clientas queden satisfechas. Si desea algún otro azul no dude en pedírmelo. 
Y la mujer ha palpado, acariciado y pellizcado las telas durante lo que han parecido horas. 
Finalmente se decide. Un azul entre medianoche y amanecer. Por lo visto pretende hacer durar la fiesta. Rápidamente me obligo a concentrarme. Madame Clo me dice que no sea tonta, pero yo estoy segura de que la tela nota el miedo; cuando vacilo la tijera se atasca en el tejido. Lo mejor es cortarla con un movimiento decidido. Un gesto rápido con las tijeras y la pieza cae, fluida como el agua e igual de escurridiza. Envuelvo el paquete con mimo, cobro con una sonrisa y cuando pienso en que tengo que devolver todos esos rollos a los estantes pienso si los carretes de hilo que vendemos serían capaces de aguantar mi peso.
El siguiente cliente me aborda antes de que tenga tiempo de despejar el mostrador. Es un hombre, vestido enteramente de color negro. El corte del traje es bueno; también la tela.   Se apoya en un paraguas, negro desde la punta hasta el mango. Pese a estar en el interior, sigue llevando los guantes puestos. No es habitual ver hombres en la mercería, pero tampoco es extraño. Lo curioso es que no lo haya visto entre nuestros clientes, de atuendos mucho más coloridos.
—¿Puedo ayudarle en algo, caballero? —pregunto, mientras brego con un rollo de tela que lleva por nombre “madrugada de primavera”. 
—No. Solo miro, gracias. 
En efecto, eso hace. Durante una eternidad observa cómo devuelvo la tela a los estantes. 
—Botones —me dice cuando termino.
—Por supuesto, señor. ¿Anda buscando algo en especial?
—Si —contesta. 
Me quedo esperando, pero no añade nada más. El silencio es largo, incómodo. Por hacer algo comienzo a sacar botones de los estantes. Negros y gordos como escarabajos. Minúsculos como motas de hollín. Forrados de un terciopelo tan suave como el plumón de un cuervo. 
El hombre observa cómo los voy disponiendo, uno a uno, sobre el mostrador. Rezo por qué ninguno ruede hasta el suelo.
El hombre asiente pensativo 
—Clara, querida, ven aquí —dice. 
Y, como salida de la nada, una mujer, también vestida de negro, emerge de entre nuestras clientas. Apoya la sombrilla de encaje negro en el mostrador. Lleva mitones de angora, delicados y negros ¿Cómo no la he visto antes?
—¿Has encontrado algo, querido?
—Diría que sí. ¿Qué te parece?
La mujer echa un vistazo al mostrador.
—¿No encontraste ningún talento en estas manos, niña?
Tardo unos segundos en reaccionar. La mujer no está mirando los botones, sino mis manos. Intento esconderlas detrás de la espalda, pero me sujeta por las muñecas. 
Forcejeo sin éxito. La mujer me examina las manos a la luz. 
—¿Alguna vez hasta consultado a una quiromántica? —me pregunta. 
No contesto. Antes muerta que confesar que, cuando terminó de leerme las manos,  la quiromántica bostezó. 
—¿Qué te parece, querida? —pregunta el hombre. Le brillan los ojos—. Unas manos perfectamente anónimas. 
—Ni talentos aparentes, ni manchas, ni cicatrices —dice ella, como si repasara una lista. 
Tiro de mis manos y, por fin, las recupero. Las mejillas me arden. Reconsidero el uso de un carrete de hilo. Tal vez no pueda soportar mi peso, pero estoy segura de que puedo arreglármelas para provocar un escándalo.
—Manos que nadie recuerda —añade él. 
—Manos para robar secretos —apunta ella.
—Manos para moverse en las sombras —canturrea él y aplaude, muy suave, con sus manos enguantadas. 
—Dime, niña —me dice la mujer muy seria—. ¿Quieres tener una profesión o prefieres ser peligrosa?

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