Pequeños placeres




Para Ciro, varón, de cuarenta y siete años de edad, empleado municipal en el departamento de alumbrado público, señalización semafórica y carcelería lumínica, la vida estaba llena de pequeños placeres. 

Echar una bola de helado bien frío en una taza de chocolate caliente y ver cómo se derretía, combinar los cordones de los zapatos con los calcetines, rebuscar en las librerías de viejo en busca de libros de astronomía. 

Sobre todo, disfrutaba al comprobar que las cosas sucedían exactamente como debían suceder. Los granos de maíz reventaban en palomitas cuando la sartén alcanzaba la temperatura adecuada. El periódico aparecía inmaculadamente doblado sobre el felpudo de su casa todas las mañanas antes de las siete. Los árboles perdían las hojas y florecían a intervalos regulares. La yema de los huevos permanecía melosa si interrumpía la cocción a los seis minutos. La luna cambiaba obedientemente según su ciclo.

Su trabajo le reportaba grandes satisfacciones. Especialmente ahora que, por fin, habían informatizado la mayor parte de la ciudad, y podían controlar con precisión el encendido y el apagado de las farolas y el cambio de las luces de los semáforos. A veces, al terminar la jornada, daba un rodeo para ir a uno de los barrios que habían incorporado recientemente al circuito de luces. Se detenía en un cruce y, con el cronómetro en mano, se deleitaba al ver el baile de luces ámbar, roja y verde sucediéndose según las órdenes que había introducido en el programa horas antes. 

Todas las tardes, al finalizar la jornada, Ciro iba al club de ajedrez, donde cualquier sorpresa que pudiera deparar una partida quedaba mitigada por el hecho de que las piezas se movían como cabría esperar. Y los fines de semana cargaba su coche con el telescopio, un cajón de libros de consulta y sus notas y se marchaba al campo, lejos de las luces de la ciudad, para comprobar que los cuerpos celestes aparecían y desaparecían según debían. 

Si. Ciro disfrutaba de la vida. 

La mañana del catorce de noviembre, Ciro desayunó su huevo de seis minutos acompañado de una tostada de tres. Caminó del trabajo se tomó dos cafés, bien espesos y bien dulces. El día anterior había encontrado un manual de astronomía que profundizaba en las teorías de Ptolomeo y había estado tan embebido en la lectura que cuando quiso darse cuenta, había amanecido.

En el trabajo estuvo incorporando nuevos tramos de calle al programa informático y, al terminar su tarea, dedicó unas horas más a introducir algunos ajustes adicionales. 

Dejó las oficinas cuando el sol ya se había puesto. Tomó un autobús que le condujo en dirección contraria a su casa y, al llegar a su destino, se bajó. Era un barrio antiguo, en pleno centro de la ciudad, con unas farolas igual de antiguas que era imposible informatizar. El autobús se alejó y no había llegado al final de la calle cuando los semáforos comenzaron a fallar, saltaron a un ámbar que parpadeó desesperado medio minuto y, luego, se apagaron. 

En el resto de la ciudad, con una sincronía preciosa, cayeron no sólo los semáforos. También las farolas, los carteles iluminados de las marquesinas, incluso las señales luminosas del suelo que marcaban el paso del tranvía. 

Mientras comenzaban a sonar las sirenas, Ciro reventó, pedrada a pedrada las luces que todavía resistían. Fue meticuloso, sereno, implacable.

En pocos minutos la ciudad quedó totalmente a oscuras y en el cielo aterciopelado y limpio de la noche comenzaron a resbalar estrellas fugaces a cientos. 

Exactamente como, hacía dos milenios, Ptolomeo había calculado que debía suceder. 

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