De tres en tres

 

 
Me despierta el dolor de cabeza. No la alarma del despertador, que todavía no ha sonado, ni la luz del amanecer, que aún no despunta. Me despierta este dolor de cabeza que se enreda justo detrás de los ojos, como una telaraña pegajosa, después de una noche de pesadillas. 
Sin encender la luz alargo la mano hasta la mesilla, descorro el cerrojo del cajón y tanteo entre el reloj de viaje de la abuela, unos cuantos pañuelos arrugados y mi libro, hasta dar con las dos cajas de ibuprofeno. Cojo una pastilla de cada una. Es el doble de la dosis que me recetan, pero ninguno de mis médicos tiene por qué saber que, además, paso consulta con el otro.
Tengo a Marquesa enroscada encima del pecho, así que procuro tragar las dos pastillas sin molestarla y, en la penumbra, localizo a Duquesa al pie de la cama y a Condesa junto al armario.
No hay mucho en el cuarto más que yo y las gatas. O, mejor dicho, sí hay más. Pero todo lo demás está cerrado, atado o atornillado. El armario tiene los cerrojos corridos, la cama, la cajonera y la mesilla están atornilladas al suelo, igual que el escritorio. Los cajones están cerrados con llave y todas las noches saco al pasillo la silla que utilizo para estudiar. 
Antes tenía plantas en el alféizar de la ventana: una cinta que me había acompañado desde los trece años, tres suculentas que compartían un tiesto viejo y marrón, y una diminuta planta carnívora que daba cuenta de los mosquitos que zumbaban en verano. Pero cuando empecé a tener pesadillas las plantas fueron lo primero que se rompió. 
Mis estanterías, que rebosaban libros, piedras de colores, cráneos de roedores y grullas de papel, está ahora organizadas y recluidas detrás de unas puertas, también cerradas. Tuve que sacar los atlas, los libros de museos y los álbumes ilustrados que sobresalían de los estantes y llevarlos al comedor. 
No hay fotografías, ni cuadros en las paredes, ni zapatillas por el suelo, ni ropa encima del escritorio. Ahora mi habitación es todo blancura, orden y cerraduras. 
Cuando empecé a tener pesadillas probé con somníferos y con anxioliticos, pero no sirvieron de nada. Simplemente seguía aquí, dormida, soñando, incapaz de despertarme. Las infusiones de tila y valeriana, como mucho, perfumaron la habitación. Y colgar atrapasueños fue como intentar detener un temporal con hilo dental.
Fue la abuela quien dio con la solución. Apareció en mi casa con una caja de zapatos y, dentro, tres bolitas de pelo, garras y dientes afilados. Tres gatitas que prometían furia y altivez. 
—Si los gatos son buenos para cazar ratones, también lo serán para atrapar pesadillas— me dijo.
Adoro a mis gatas: Marquesa, blanca y esponjosa, con su mirada torva; Duquesa, negra y sedosa, escurridiza como las malas intenciones; y Condesa, blanca, parda y amarilla, avara como nadie a la hora de regalar su cariño. 
Poco a poco, el ibuprofeno hace efecto, y las telas de araña se deshacen, hasta que llega un momento en el que el dolor de cabeza se desvanece y solo queda el cansancio. Me incorporo con mucho cuidado para no interrumpir el ronroneo de Marquesa y repaso la habitación. Condesa lanza zarpazos junto al armario donde un pedazo de oscuridad late y se estremece pese a que el día ya clarea. Disfruta atormentándolo: lo acecha con la cabeza entre las patas, amaga un salto y clava las uñas en la dirección contraria.
A los pies de la cama, Duquesa amasa con las patas un jirón de niebla del color de la nieve sucia. A veces se le enganchan las uñas y, entonces, desgarra un filamento que flota en el aire unos instantes antes de deshacerse. 
Me deslizo fuera de la cama, procurando no mover a Marquesa. La gata me dedica la mirada altiva de quien sabe que sus antepasados fueron adorados como dioses. Estoy a punto de abrir el cerrojo de la ventana cuando me detengo. Algo no está bien y, agotada como estoy, me lleva unos segundos caer en la cuenta. 
Las pesadillas vienen siempre de tres en tres, y sólo he contado dos. 
Repaso la habitación. 
La puerta está cerrada y todos los cerrojos en su sitio. Las puertas del armario no se han movido desde que me fui a dormir, igual que las de las estanterías. Todos los cajones están cerrados. Cuando empezaron las pesadillas aprendí que el miedo es sólido y la angustia, líquida, así que, hay restos de grava y arena entre las sábanas y una especie de melaza dorada junto a la cama. Nada que no se pueda solucionar con una aspiradora, una fregona y un buen centrifugado.
Marquesa se despereza, lánguida, y da unos pasos sobre la cama para llegar al almohadón. Al hacerlo, deja al descubierto un montón de plumas ensangrentadas. Mi tercera pesadilla.
Abro la ventana y dejo entrar el aire limpio de la madrugada. Lo que queda de la sombra junto al armario se desvanece y Condesa maúlla en protesta; Duquesa termina de destrozar el jirón que tiene entre las patas. Marquesa reclama sus caricias matutinas y me enseña la tripa; las plumas se la han manchado de sangre.
Suspiro. La única manera de bañar a una gata es que la gata se deje.

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