El Plan


Faltan cinco horas
Cuando escucha cómo bajan la persiana y echan el cerrojo Horacio sale del almacén que le ha servido de escondite y rescata su bolsa de detrás de varias cajas de tónica. La arrastra hasta el bar y, sin encender todavía ninguna luz, se estira todo lo largo que es, hace crujir los dedos de las manos y de los pies y gira el cuello en una y en otra dirección.
Luego, aguza el oído. No se escucha nada dentro del bar y ningún sonido llega de fuera. Ni siquiera el motor de un coche.
Enciende una de sus linternas, la deja sobre la barra y revisa su equipo metódicamente. Cuerdas, ganzúas, una pequeña palanca y algo de explosivo es lo básico. Un botiquín, pequeño, pero suficiente para detener una hemorragia considerable. Un teléfono cargado y una batería de repuesto. Dos linternas, porque es precavido. Y, luego, lo que cada trabajo requiera. En este caso, un decodificador y varios viales de ácido. 
Alinea su equipo sobre la barra y, lo repasa dos veces. Comprueba con disgusto que todas sus herramientas se han quedado pegajosas, incluida la linterna, así que regresa al almacén, coge un bote de amoniaco, rellena la pila del fregadero de detrás de la barra con agua templada y, tras mezclar detergente y amoniaco y, con la ayuda de una bayeta, limpia todo su equipo, incluyendo la linterna, y lo guarda en la bolsa siguiendo el mismo patrón de siempre: lo más pesado abajo, lo más ligero arriba, lo más delicado en el medio, bien protegido por un trozo de edredón. 
Ya que está, repasa también la barra con la misma bayeta. Dos veces para quitar la capa pegajosa, dos más para darle lustre. Cumplida esta tarea, lanza la bayeta al fregadero y apoya los codos sobre la barra reluciente
Retira la bolsa con el pie y arruga el entrecejo porque encuentra resistencia en forma de serrín. Enciende la segunda linterna y enfoca al suelo. 
Sencillamente repulsivo. 
En el almacén hay una escoba con las cerdas nuevas por el escaso uso, y una fregona por estrenar. Le quedan cuatro horas y, francamente, no tiene nada mejor que hacer que dejar pasar el tiempo. 
Primero barre el suelo, dos veces. Una para deshacerse de la capa gruesa de serrín y otra para arrastrar la capa más pegada, y cuando ha terminado, llena el cubo con agua muy caliente y repasa el suelo. Encuentra el ritmo con facilidad: escurrir la fregona, limpiar una hilera de baldosas, enjuagar la fregona, volver a escurrirla, y pasarla por la misma hilera de baldosas. 
Limpia también el serrín que se había quedado pegado en su bolsa y, como ya no se fía, repasa todos los taburetes antes de dejarla sobre uno de ellos. 
Satisfecho, se sienta en otro. Quedan tres horas. Nota los brazos y las piernas algo flojos por el esfuerzo y tiene sed. Pasa detrás de la barra, vacía el fregadero y lo vuelve a llenar, coge un vaso largo, lo limpia a fondo y elige de entre la colección de botellas, una de campari, una de vermut y otra de whisky. Las botellas dejan un vacío en el polvo de los estantes, así que Horacio las echa directamente en el fregadero. En el tiempo que a él le lleva deshacerse del polvo de los estantes, la botellas pierden su etiqueta junto con su capa de mugre. Horacio rescata las botellas y las etiquetas, mezcla a partes iguales el vermut y el campari y añade otra de whisky y lo vacía de una trago. Después repite la operación de desempolvar, remojar, mezclar y vaciar de un trago con tequila y cointreau, con coñac y cointreau, con bourbon y menta, con vodka, zumo y tomate y tabasco, y con tres botellas de anís y finalmente tiene que apoyar la cabeza sobre la barra porque le da vueltas. 
Las estanterías están relucientes y a su alrededor se despliegan una colección de etiquetas con frailes, monos, montañeros y pastorcillas. 
Horacio se ríe por la nariz. Le quedan dos horas. De su bolsa de trabajo rescata unas tijeras y recorta con un pulso nada firme las figuras, las atraviesa con unos palillos y entona, con más potencia que tono, una copla picante. Las pastorcillas se contonean por el escenario, los montañeros trepan por los grifos de cerveza, los monos se lanzan en picado de un lado a otro. A la copla le sigue un pasodoble que ejecuta un fraile de papel con muy poco recogimiento y termina con una nana que, francamente, le da sueño. 
Queda una hora. Tiempo más que de sobra para echar un sueñecito. Horacio recoge su mochila, sus figuras de papel y regresa al almacén. Tropieza con unos paquetes de papel higiénico, las correas de la bolsa se le enredan en unas latas de aceitunas. No le vendría mal un poco de orden al lugar. Sin duda tendrá tiempo al despertarse.

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