Los gozos del trabajo bien hecho


Me gustan los manuales antiguos de economía doméstica. Esos que lo mismo enseñaban a las jovencitas cómo redactar una carta («el estilo ha de ser breve, informativo y con gran pudor en todo lo íntimo y lo sentimental»), cómo doblar la ropa para meterla en una maleta («siempre con papel de seda, para evitar que se formen arrugas») o cómo aceptar un cumplido («con humildad y sin ceder a la falsa galantería»)

Pero mi parte preferida, siempre, ha sido la dedicada a la limpieza y el orden. 

A eso me dedico, en realidad, a labores de orden y limpieza. Monté mi negocio cuando era muy joven, casi por casualidad. Había terminado la carrera y tenía en mi poder un título que no me interesaba y una buena colección de libros ajados repletos de consejos interesantes. Descubrí que podía poner en práctica esos consejos a un precio que muchos calificarían de escandaloso. 

No me importa lo que digan, la verdad. Yo ofrezco calidad, eficacia y, sobre todo, discreción. No tengo tarjetas de visita, ni me anuncio en las redes. Mis clientes me encuentran porque un conocido sabe de alguien que una vez les susurró un nombre y un teléfono. 

Y así, de vez en cuando, me llega un mensaje de texto con una ubicación.

Esta noche el mensaje es breve: «Preciso limpieza». El lugar no cae muy lejos. Las iniciales que firman el mensaje son las de un cliente habitual. 

Cargo mi furgoneta sin perder tiempo porque también ofrezco celeridad. La furgoneta es pequeña, sin logos ni lemas. En la parte de atrás llevo fregonas, cepillos de distintos tamaños, una aspiradora potente, media docena de rollos de bolsas de basura de varios tamaños, un barreño grande y otro más pequeño, paños de gamuza, pedazos de camisetas y toallas viejas. También llevo dos cajas con productos de limpieza. Una con los que el cliente espera ver pero que no sirven para nada y que son los que anuncian por la televisión, con olores a limón y a “mañana fresca”, sea lo que sea eso.

La otra caja está llena con los productos que utilizo: vinagre, bicarbonato, una par de redecillas llenas de limones, agua oxigenada, detergente suave, perborato y, por supuesto, amoniaco y lejía. Son los que aparecen en mis manuales de economía doméstica y los que mejor resultado dan. 

Por último, meto en una capaceta un termo con chocolate caliente y una fiambrera con emparedados de pollo y fiambre «decorosamente envueltos, de forma que no dejen residuos en el asiento ni en el suelo».

Me cuesta media hora llegar al destino: una nave en un polígono medio vacío no muy lejos de la ciudad. 

Bajo de la furgoneta, recojo mi capaceta y antes de llegar a la entrada el joven que guarda la puerta me apunta con una pistola. La coge de lado, como en las películas.

—Largo, bonita —me dice al tiempo que masca chicle. 

No hay nada más desagradable que hablar con un hombre que masca chicle. Siempre tengo la sensación de estar frente a un rumiante y me hace preguntarme de qué estómago habrá rescatado lo que está masticando. 

—Si coges la pistola de esa manera te pellizcará la mano con el retroceso —digo con tono hastiado. En realidad no sé si es cierto o no; es algo que escuché decir una vez en una serie de televisión pero surte efecto. Ha dejado de mascar.

—Don Evaristo me ha llamado. Limpieza —aclaro. 

De dentro de la nave se escucha un grito. 

—¿Flora?

—Si, Don Evaristo. Ya casi he llegado. Estoy conversando con su portero, 

Varias maldiciones, pasos rápidos y Don Evaristo aparece en la puerta. Me encanta este hombre.  Nunca lo he visto sin afeitar, sin traje y sin corbata. Es un caballero de los de antes. 

—¿Qué estas haciendo, patán? Déjala entrar ahora mismo. 

El guardián se aparta de un salto y sigo a Don Evaristo. 

—Lo lamento mucho, querida. Estos chicos que llegan nuevos se creen que lo saben todo. ¿Qué van a saber? Televisión y juegos de ordenador, eso es todo lo que conocen. ¿Sabes por qué lo tengo en la puerta? Porque vomita cada vez que ve sangre. Los que hay dentro no vomitan, pero aparte de eso no son mejores.

La nave está vacía. Más o menos. No tiene maquinaria de ningún tipo pero sí tres cadáveres. El suelo está perdido de sangre.

En un rincón dos de los hombres de Don Evaristo arrastran los pies, incómodos.

—¿No les dio tiempo a poner un plástico debajo? —pregunto.

—¿A estos simples? Ni se les ocurrió. 

Dejo mi capaceta a un lado y me recojo las mangas del vestido doblándolas con cuidado. 

—No se preocupe, Don Evaristo. Algo podremos hacer. Tengo bolsas en la furgoneta. ¿Empezamos por los cuerpos?


Comentarios

Entradas populares