Todos a la mesa



La puerta de la entrada se cierra con un portazo y sobre la mesa del comedor la vajilla deja escapar un suspiro aliviado. 

El sacacorchos intenta recolocarse. Hace horas que tiene al cuchillo de trinchar encima y la espiral se le ha dormido hasta el punto de notar unas punzadas muy dolorosas que le suben hasta el mango

—Anda, se bueno y muévete un poco. 

El cuchillo de trinchar ha sido la estrella. Lo han sacado de la caja en la que duerme durante todo el año sobre un paño de gamuza, lo han afilado frente a toda la familia, que se ha desecho en exclamaciones de admiración sobre su filo. Y, aunque hay que reconocer que ha conseguido sacar unas tajadas de pavo finas y uniformes, su ego ha crecido hasta superar en tamaño al propio pavo de seis kilos que ha presidido hoy la mesa. Ahora mismo está concentrado admirando el reflejo de la luna que entra por la ventana y cae sobre su su sierra, así que no se mueve en absoluto.

El sacacorchos se mece poco a poco, cada vez con más fuerza, hasta que con un último esfuerzo consigue girar sobre sí mismo y salir de debajo del cuchillo de trinchar. 

—¡Ten cuidado, que me mellas! —grita el cuchillo. 

—Oh, cállate, pomposo petulante. Para una cosa útil que has hecho esta noche tendremos que escucharte todo el año —le contesta el sacacorchos—. ¡Chicos! ¿Todos bien? 

A su alrededor, la mesa es un desastre. ¡Con lo bonita que le había quedado a Amalia siete horas antes! Hoy estaban todos, bien dispuestos como un ejército en día de revista. La vajilla buena al completo: platos planos, hondos y de pan, la sopera y la salsera. La cubertería de carne y de pescado y las jarras de agua de cristal tallado. El mantel de lino había recibido una buena planchada antes de comenzar; igual que las servilletas que, además, habían disfrutado del raro placer de verse plegadas con forma de cisne. Incluso el juego de café de la abuela había sido convocado y aguardaba su turno sobre la mesita auxiliar, rebosante de orgullo al ver a tres generaciones de la familia sentadas a la mesa. 

Sobre la mesa dispusieron también a los habituales: el salero, el pimentero y la aceitera no podían faltar. Tampoco la panera. El sacacorchos pone buen cuidado de no perderse en el cajón de los utensilios de cocina para que lo encuentren siempre. Y la cafetera italiana, aunque algo ennegrecida, sigue teniendo su sitio a pesar de la máquina de cápsulas que instalaron hace un par de años en la cocina. Y es que, como dice ella “Yo ofrezco calidad, no rapidez”.

Ahora el mantel de lino está inconsolable. Tiene asumidas las manchas y, normalmente las lleva con el orgullo de un general herido pero, aunque las copas han aguantado sobre su pie con tesón, el cuñado de Amalia ha vertido más vino fuera que dentro. El paisaje está salpicado de grandes manchas de vino y de pequeñas constelaciones de refresco y salsa. 

—¡Ay, qué lástima! Esto no saldrá con nada—se queja el mantel tiroteando de una hebra de hilo aquí y alisando una arruga allá. 

Las servilletas tienen peor aspecto. Añaden manchas de carmín al muestrario de manchas del mantel, están arrugadas y con algunas han hecho un nudo. Todas, sin excepción, descansan derrotadas allí donde las han dejado: sobre la mesa, las sillas y en el suelo. 

El mantel continúa con sus lamentos. 

—¡Mis niñas, mis pobres niñas! ¿Tanto cuesta dejarlas sobre la mesa bien plegadas! Os digo que esta familia ha perdido los modales. Y cuando se pierden los modales, la decadencia está cerca. 

Los platos de postre ignoran sus quejas. Son golosos por naturaleza y nada les gusta más que los restos de nata y de crema pastelera. Igual les sucede a las cucharillas de postre. Pero son los único que parecen disfrutar del actual estado de caos. 

Las tazas del juego de café están agotadas. 

—Ya no estamos para estos trotes— dice una de ellas—. Deberían retirarnos y dejar paso a las generaciones más jóvenes. Ya sabes, las que vienen hechas de gres o de silicato. Nos ahorraríamos muchos disgustos. 

No mira hacia la esquina, pero todos tienen muy presentes los restos de porcelana que quedan en una esquina. 

En la otra punta de la mesa, una de las tacitas se estremece entre arcadas. Ha tenido la mala fortuna de ir a parara a la tía Agata. ¡Endemoniada mujer! Tiene la manía de rellenar su taza vacía con lo que tiene al alcance de la mano: cenizas de tabaco, un palillo, los envoltorios de tres bombones. Todo termina metido en la taza formando un emplasto de deshechos y restos de café. 

El sacacorchos se dirige hacia sus amigos más antiguos. El salero está sumido en un silencio indignado. Hace semanas decidió, a la vista del resultado de los análisis de sangre de Emilio, reducirle la dosis de sal y se atascó los poros. De nada sirvió que lo limpiaran con un palillo o que le metieran granos de sal dentro. Cuando el salero se embarcaba en una misión era tenaz. 

—Mira que le avisamos —le dice el pimentero cuando se aproxima—. Que hiciera una excepción, que hoy no era el día para andarse con tonterías. 

El salero no responde. Ha tenido que sufrir la infamia de ver cómo le desenroscaban la cabeza para coger la sal a pellizcos y su amor propio tardará mucho en curarse. El sacacorchos se teme que Emilio estará comienzo la sopa sosa durante los próximos tres meses. 

—¿Qué tal va por la cocina? —grita el sacacorchos.

La olla a presión responde con otro grito. 

—Lo habitual. El lavavajillas a medio rellenar, la pila rebosa y la mitad de nosotras nos tendremos que quedar unas cuantas horas en remojo mañana. Nada que no tenga remedio. 

De pronto escuchan un maullido. El sacacorchos se maldice. Estaban todos tan agotados que ninguno han recordado al gato. Amelia lo llama Micifú, pero ellos lo rebautizaron enseguida con el nombre de “Belcebú”, mucho más apropiado. 

—Todos quietos —ordena el sacacorchos con un susurro apresurado—. Que nadie se mueva.

Las sillas y la mesa se estremecen. Todos tienen marcas de garras. Las copas comienzan a temblar con una vibración cristalina. Los platos de postre se congelan ante la perspectiva de verse limpiados a lametazos. El sofá comienza a sollozar.

—No, por favor. No soportaría otro remiendo —dice con la voz tan temblorosa que casi no se le entiende. 

Una voz llega desde el rellano. 

—Belcebú, bonito. Ven, gatito bonito.

Es el felpudo. El más antiguo de la casa y el único que sabe cómo domar a la bestia. Eriza sus cerdas y aguanta zarpazos y mordiscos hasta que el gato se rinde y se frota el lomo. Les llega el sonido de un ronroneo. 

Un segundo suspiro de alivio flota sobre la mesa. Gracias al cielo, el cumpleaños de Amalia sólo es una vez al año.

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