Cocas de Navidad


La mañana del 21 de diciembre se ventila a primera hora de la mañana. A partir de ese momento no se permite abrir las ventanas y las puertas sólo lo imprescindible. En la cocina, en un cuenco de barro sobre la encimera, fermenta el «llevat». 
Sentada en la esquina de una silla troceo media docena de galletas y las meto en el tazón de leche hasta que no caben más. La pradina levanta una esquinita del trapo de cubre el cuenco; mi madre espía el fermento por encima del hombro.
—Está listo —anuncia  la pradina y levanta el trapo. El olor de la levadura, amargo y prometedor, se extiende por la cocina—. Alcánzame el pasapuré. Y vete preparando harina; no, ese no. Coge un paquete nuevo de la despensa. Y azúcar, trescientos cincuenta gramos. Doscientos cincuenta de manteca y medio vaso de leche, de los de vino —va diciendo. Mi madre revolotea por la cocina reuniendo los ingredientes—. Seis huevos. Están en la nevera. Procura que sean todos del mismo tamaño. Y un limón y dos mandarinas. 
—¿Puedo rallar yo el limón? —pregunto. Es el único paso que me sé. 
—No —responden las dos—. No hay que llegar al blanco. Amarga. Pero puedes exprimir las mandarinas. 

La pradina va echando ingredientes al cuenco junto con el «llevat» y al olor de la levadura se une el del zumo de las mandarinas y la ralladura de limón. Finalmente, echa la harina y comienza a amasar. Me acerco para mirar con cuidado. La masa, primero grumosa, se va ligando y volviendo flexible y brillante. 
—¿Como sabes cuándo está lista? —pregunto.
—La masa te lo dice —responde la pradina. Me acerca el cuenco, palpa la masa, la estira y la pellizca—. ¿Ves? Todavía le falta.
Mi madre le coge el relevo y, cuando se cansa, la pradina vuelve a amasar. Al cabo de un rato la miran, la estiran y asienten. Le dan forma de bolita y la palmean con mimo. Me la enseñan orgullosas.
—Ya está —anuncia mi madre. 
A mi me parece que está igual de blanca y de pringosa que hace un rato, pero no discuto. Con ellas nunca lo hago. 
La pradina la cubre con un paño limpio y la lleva a la habitación del fondo. Corro detrás y me asomo por la puerta para ver cómo la mete debajo de la cama, pegada a la pared por la que sube la chimenea.
—No entres en el cuarto —me dice cerrando con cuidado. 
Asiento. Me lo sé. Prohibido abrir la puerta, prohibido entrar al cuarto, prohibido mirar debajo de cama o molestar a la masa en cualquier sentido. El pradí encendió la chimenea al punto de la mañana para que la casa se fuera templando y la masa estuviera a gusto y hoy saldremos por la portasa para que no entre frío en casa.
Paso la mañana haciendo deberes de Navidad. Cuatro problemas de matemáticas en los que un sádico se dedica a llenar y vaciar cubas de agua. El resumen de lengua es tan aburrido que me entretengo quemando trocitos de papel en la estufa. 
Antes de comer, la pradina trae el cuenco con la masa a la cocina. Me acerco corriendo a verlo. Ha crecido tanto que casi rebosa por los bordes. Lo amasan otra vez y luego lo dividen en seis montones. Colocados en cuencos desiguales, peregrinan con ellos hasta el cuarto del fondo. A mi me dejan llevar dos. 
Después de la siesta, la pradina lleva unas cuantas mantas al cuarto. Al parecer las cocas tienen frío. El pradí se apresura a atizar el fuego. Mi padre saca el tablero de damas. Me gana sobradamente, pero he conseguido hacer durar la partida casi dos horas. Para cuando terminamos, la pradina lleva una sopera llena de agua hirviendo al cuarto del fondo; mi madre la sigue con dos bolsas de agua caliente. 
A la hora de la cena, después de una última visita al cuarto, la pradina descuelga el teléfono y llama a su hermana favorita. 
—Aina —dice—. Las cocas no suben. 
Mi padre, prudente, desaparece escaleras arriba. El pradí, mucho más prudente, recuerda que en la calle hay algo que tenía que haber hecho, que no ha hecho, que no puede esperar y que le llevará un rato. 
La puerta de la portasa se escucha sólo diez minutos después y una corte de tías y primas entra por el patio. Anas, Juanas, Margaritas y Magdalenas cruzan el comedor para examinar las cocas bajo la cama. 
Mi madre prepara café, saca la botella de hierbas Tunel y todos los vasos disponibles. Las cocas rebeldes regresan a la cocina. Las pellizcan, las alzan, las dejan caer y las olfatean. 
—Es curioso. Parece que están, pero no están —dicen las mujeres en círculo—. ¿A tí qué te dicen? —se preguntan las unas a otras. 
En la calle se escucha el crujido de un cambio de marchas maltratado, un frenazo y el inconfundible sonido de un coche subiéndose al bordillo. La tía Antonia ha llegado desde Palma. Salgo corriendo a la puerta. 
—Las cocas no suben —anuncio.
—Lo se, cariño. Pero no te preocupes que las haremos subir. 
Se remangan y se ponen manos a la obra. Amasan con energía, plegando y replegando, estirando, levantando y soltando. Lo que hacen se parece más a apalear que a amasar. No sé qué esperan escuchar, pero si yo fuera la masa haría lo posible por decírselo pronto. 
—¿Cómo sabéis que no están ya? —les pregunto preocupada. 
Una de las tías me acerca un cuenco. Soy incapaz de saber quién es. Todas tienen los mismos nombres, todas guardan un ligero parecido y sólo las veo una vez al año, así que, para eterno tormento de mi madre, soy incapaz de distinguirlas.
—¿Qué te dice la coca? —me pregunta. 
La masa tiene el mismo aspecto que ha tenido todo el día. 
—Nada —respondo.
Una de las primas me mira con lástima. 
—Debe de ser la sangre peninsular —afirma. 
Mi tía Margarita, la única a la que distingo de entre el montón, asegura que lo único que pasa es que estoy muy flaca y me pone en las manos dos trozos de pan con sobrasada, bendita sea. Mi tía Antonia, dos veces bendita, me alarga la caja de bolitas de coco.
Subo arriba con mi botín. 
—¿Han subido ya las cocas? —pregunta mi padre. 
—No —respondo. 
Saca otra vez el tablero de damas. Me duermo cuando sólo me quedan tres piezas. Despierto de madrugada. Me rechinan los dientes y me zumban los oídos.
Bajo las escaleras descalza. 
Las tías y las primas han desaparecido. Mamá duerme en el sofá. La pradina, en una silla frente a la puerta de la habitación del fondo. Le tiro de la bata. 
—Pradina —digo—. Las cocas están cantando. 
Se levanta de un salto y entra en la habitación. Sale con un cuenco lleno de masa temblorosa y burbujeante. 
—Vete trayéndolas mientras enciendo el horno. 
El zumbido en los oídos se me calma cuando cierra la puerta del horno. Después pone un cazo de leche al fuego, rompe dentro una tableta de chocolate y me da una cuchara. 
—Remueve hasta que el chocolate te diga «basta«.

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