Las herramientas del oficio


Atroz, el Asesino, avanzaba a paso ligero. Que no es lo mismo que decir que avanzaba con ligereza. Su patrón se había limitado a darle una dirección en un trozo de pergamino sin más indicaciones.

Además de su habitual espada, Atroz llevaba consigo un hacha, una alabarda y una maza. Todo colgado del cinto le entorpecía el paso, pero prefería ser precavido. Por si acaso, también había cogido dos dagas gemelas, que llevaba ocultas en las botas, y una ballesta. No es que tuviera buena puntería. Lo suyo era el combate cuerpo a cuerpo. Pero reconocía que, a veces, una flecha lanzada desde la distancia ahorraba tiempo, gritos y molestias. 

A la espalda, en su mochila, cargaba con lo habitual: diez metros de cuerda gruesa, unas cuantas velas y un yesquero, una palanqueta, varias ganzúas y un saquito lleno de pólvora. Y en el bolsillo del chaleco, cuidadosamente envueltos, varios viales de veneno.

Con eso, pensó, cubría cualquier potencial víctima. Sólo esperaba que no fuera una anciana. Las ancianas no jugaban según las reglas del juego. Mordían, se retorcían y siempre tenían un par de agujas de costura al alcance de la mano. 

Se tocó el cordón que llevaba al cuello. De él pendían tres relicarios: uno por Salís, el Santo patrón de las intenciones oscuras; otro por San Agimiro, cuidador de los viajeros; y otro por Santa Bellamira, que protegía de los peligros que moraban en la oscuridad. También llevaba en la mochila una escarapela de la Santa Lanira, para rechazar el mal de ojo, y una cadenita de plata de Cemiro, el santo de los viajeros que venían del sur y que se decía que proporcionaba felicidad y buenaventura. En el fondo de la mochila estaba la cuchara que su tía le había comprado de niño en un templo de Santa Griselda, la única a la que siempre se representaba con un plato de sopa caliente. 

No es que Atroz creyera en todos ellos, pero no estaba de más ser prudente, así que les dedicó una plegaria rápida. 

Y luego tropezó. 

Cuando dejó de rodar y se quedó firmemente tumbado en un charco, pensó que quizá la plegaria había sido demasiado rápida, O quizá es que a los santos no les había gustado compartir la misma plegaria. Todo el mundo sabía que los santos eran muy suyos. 

Emprendió el ascenso por el terraplén, pero San Agimiro no estaba por la labor. O quizá fuera San Salís el que miraba para otro lado. Derrapó de nuevo terraplén abajo, acompañado de un entrechocar de metales. El peso de la mochila terminó de hundirlo en el mismo charco. 

Atroz, el Asesino, se desesperó. Debía llegar antes del amanecer y para eso necesitaba volver al camino y caminar más rápido. Se desprendió de la maza, del hacha y de la alabarda y de la mochila sacó los crampones y  la palanqueta.

Ya de vuelta en el camino meditó brevemente y entonó una plegaria completa para Santa Bellamira.

Apenas había dado un centenar de pasos cuando notó que algo iba mal con sus piernas porque, de ordinario él no las arrastraba de esa manera. Suspiró al recordar los viales de veneno. Tironeó del chaleco, arrancándose el cordón con los relicarios. Los viales se habían roto y una esquirla le había arañado la piel. 

Maldiciendo, vació su mochila hasta dar con un antídoto y lo bebió entero. La mochila podía quedarse ahí y también la cuerdas, y las dagas. Sólo se llevaría su espada. En el último momento, recogió la cuchara de Santa Griselda.

El amanecer rallaba el horizonte cuando atisbó la ciudad. La espada, que había utilizado como muleta, se quebró.

Los guardias lo vieron llegar, magullado, con las ropas rasgadas, cubierto de barro, renqueando. Con amabilidad le indicaron cómo llegar a la dirección que buscaba. 

Atroz, El Asesino estuvo a punto de echarse a llorar cuando vio su destino. Una posada. Y, tras la barra, una anciana, que tejía furiosamente. 

—¿Qué será viajero?

Atroz, el Asesino, mostró su cuchara. 

—Un tazón de caldo, por caridad. 


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