El primer día de sol en mucho tiempo.

Miércoles.
22 de febrero.
Un día radiante. Despejado. Luminoso. La luz casi ciega después de semanas alternando nubes, nieve y viento.
Once grados bajo cero.
¿Cómo puede hacer un día así y estar al mismo tiempo a once grados bajo cero? Yo, urbanita, de nacimiento y crianza, no me lo explico.
Pero lo cierto es que hoy ha salido el sol. Y se ha notado. Los abuelos, como caracoles tímidos y perezosos, se han asomado al sol y se han deslizado rambla arriba, rambla abajo, pausados, con una sonrisa en la cara.
Los niños, sin embargo, han brotados como setas de no se sabe dónde. Pequeñas explosiones de gritos y energía reprimida durante semanas de humedad y sombras. Ruidosos, alborozados, incontenibles, se persiguen tan rápido que parecen borrones de bufandas descolgadas y abrigos a medio abrochar.
¿Y yo?
Yo hago un alto en el estudio, me separo del escritorio, apago la luz de la lámpara y asomo un pie con cuidado por el quicio de la puerta. Hace tanto tiempo que no me da el sol que no me fío de mí. No me derrito ni estallo en llamas, así que cierro la puerta tras de mi y me dejo arrastrar por T.
Si, parece que asoma la primavera.

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