Un día cualquiera de viento en Zaragoza.

Un día cualquiera de viento en Zaragoza salgo a pasear a mi perro T. (Ojo, no T. de Totó).
En un descuido una ráfaga de aire nos levanta a los dos por los aires, junto con un montón de hojas secas y restos de propaganda, y nos lleva, siguiendo los raíles del tranvía, directamente hasta el Mago de Oz. 
Ha sido todo tan precipitado que no nos ha dado tiempo a dar con el camino de baldosas amarillas ni mucho menos a encontrarnos con el león cobarde, el espantapájaros ni con el hombre de hojalata. Lo cierto es que tampoco vemos al Mago de Oz. Y eso que tiene su propia parada de tranvía e incluso su calle.
T. (cuidado, tampoco T. de T. e Isolda) lloriquea un poco. El viento le molesta y le hace poner cara de velocidad, todo ojos y hocico, con el pelo blanco pegado al cuerpo.
Por suerte llevo mis zapatos rojos. Así que golpeo con fuerza los talones y, como por arte de magia T. (atención, T. de T. Tzara) y yo nos encontramos de nuevo en la puerta de casa.
Como ya he aprendido la lección adoptó la postura natural en los días de cierzo. Hombros arriba, cabeza gacha y espalda encorvada. Y así, como un pariente lejano de Quasimodo, arremeto contra el viento acompañada de T. 

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