Sobre cómo terminé rodeada de artistas.

O sobre la ausencia de creatividad.

Tiene una explicación muy buena. 

Me gustan las historias.

Me gustan los libros en tanto que contenedores de historias.

Me gustan los cuadernos con su promesa de historias en cada una de las páginas en blanco.

Y con estas ideas románticas me dije que sería interesante ver cómo se hacía un cuaderno. Y me aseguraron tanto que no eran necesarios conocimientos previos que mi suspicacia se evaporó y me matriculé en un taller que llevaba por nombre "Encuadernación y transfer".

Cuando me mandaron el correo de confirmación diciendo que podíamos llevar nuestras propias herramientas (no tengo nada más sofisticado que un destornillador y un martillo), nuestras imágenes para el transfer (ni siquiera sé qué es el transfer) y que era recomendable llevar una bata, debieron saltar todas mis alarmas.

¿Qué puedo decir? Mis recelos estaban debilitados, recién salidita como estaba de una gastroenteritis, y me creí aquello de que hay que probar cosas nuevas.

Fui.

Me recibieron en un taller blanco y frío, de techos altos, a medio construir o a medio derribar, no lo tengo claro. Muy amables, eso sí. Me asignaron un taburetito sin respaldo, que giraba sobre su propio eje y tenía un asiento de madera del diámetro de un plato de postre. Y yo, que no quiero dar problemas, me senté con la espalda muy tiesa, afianzando bien los pies en el suelo para no caerme.

La mañana del sábado empezó muy bien. Una serie de ponencias cortitas, acompañadas de imágenes para ilustrar los orígenes del libro y mostrar cómo son los cuadernos japoneses. Iba tan bien la cosa que me empecé a relajar todo lo que mi taburetito me permitía sin caerme al suelo.

Luego, taburetito bajo el brazo, subimos al piso de arriba y nos dedicamos a encolar unas páginas con otras, formando un acordeón. ¡Qué grande fue mi gozo cuando vi que sabía encolar! Pringar el pincel, escurrir, extender y pegar. Repetir. Fácil. Claro que ahora lo pienso y mis compañeros de mesa eran mucho más meticulosos que yo encolando. ¿Cómo explicarlo? Pringaban el pincel con más mimo, extendían la cola asegurándose de no dejar un resquicio libre, apretaban las páginas a conciencia, como si quisieran convertirlas en una sola.

Aún así, terminé la mañana confiando en mis posibilidades de salir airosa. Nos dieron un dedalito de caldo caliente, cuadraditos de tortilla de patata y rollitos de embutido. De postre, pastitas. Nótese el uso de diminutivos. Si. Todo era pequeño porque, según nos explicaron, había que seguir trabajando después y con el estómago lleno no se puede. Como mi estómago no estaba para bacanales, me pareció bien.

Después, con un dedalito de café en la mano nos enseñaron en qué consistía eso del transfer. Bueno, me lo enseñaron a mi, porque el resto de asistentes ya lo sabían. Es más, lo aguardaban con ansias. Casi daban botes de alegría. Una nube negra se cernió sobre mi y mi taburetito. Cuando dijeron las palabras fatídicas "A partir de ahora no os podremos guiar. Tendréis que dejaros guiar por vuestra creatividad" mi nube negra desaguo sobre mi y mi taburetito.

¡Creatividad! ¡Si yo no he tenido nunca de eso! ¡Si mi mayor alarde de creatividad consiste en colorear un dibujo sin salirme de la línea!

A continuación vinieron tres horas y media durante las cuales mis compañeros se dedicaron a transferir. Para el que no lo sepa transferir consiste, así, a lo bruto, en frotar un algodón impregnado de acetona sobre una fotocopia o papel de acetato hasta que el dibujo se transfiere a la piel que previamente se ha puesto debajo. Los virtuosos, además, pueden transferir tonel en polvo bañando la piel en acetona.

¿Sencillo?

Pues no.

Mis compañeros dedicaron toooooda la tarde a frotar, restregar, comparar, repetir, jugar con toner en polvo y frotar de nuevo.  Daba gusto verlos disfrutar. Que si este color no me termina de gustar, que cómo has conseguido esa intensidad, que si por este lado es más bonito, que ha mi me ha quedado mas intenso, demasiado, lo quiero desvaído como el tuyo, que me voy fuera a respirar, que me quedo sin dibujos, que ahora recorto, superpongo, quito. Y así repitieron una y otra vez hasta el agotamiento (el mío, claro).

Y yo preguntándome cuántas veces era posible frotar un algodoncito sobre una fotocopia antes de enloquecer (de enloquecer yo, no ellos); diciéndome que qué hacía allí, si no distingo más colores que los que hay en una caja de seis de Alpino. Y ellos venga a comparar las "texturas" que habían quedado sobre la mesa y yo sólo veía manchas. Y mi nube negra se comenzaba a condensar de nuevo y yo no hacía más a pensar que no debería estar allí, que no estaba apreciando aquello en lo que valía, que debería estar en casa escribiendo mis 1.667 palabras, y que seguramente estaba ocupando la plaza de alguien que le sacaría mucho más partido que yo.

Salí con un humor rasposo como el papel de lija, gritando que nunca más, que no es sano restregar el mismo papel media docena de veces si la primera ya no ha dado resultado. Y que pasar tres horas entre los vapores de la acetona es demencial. Y que después de decir en el anuncio del taller que no eran precisos conocimientos previos deberían haber añadido en negrita "Imprescindible disponer de creatividad y de sensibilidad artística".

Al domingo siguiente regresé. Con las nalgas doloridas por el taburetito, pero regresé. Me senté con cuidado y me apliqué a la tarea de la mañana. Por fortuna consistió sólo en encolar, recortar y presionar. ¿El resultado final? Un cuaderno en acordeón con una portada plomiza y apagada. ¿El resultado de mis compañeros? Unas cubiertas preciosas, llenas de colores y figuras.  Todavía no me explico cómo pudieron hacer aquello simplemente frotando con un algodón.

Comentarios

  1. ¡qué divertido leerlo!!!! Yo quiero ver el cuaderno de acordeón!!!!

    Muchos besos MV.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares