El otoño se acerca.

Llega el otoño.
Y yo, que soy de todo, menos veraniega, que huyo del calor y del sol y que las terrazas de verano me dan alergia, revivo. 
Pese a la sopa de niebla que me encuentro por las mañanas en la carretera.
En otoño empiezan las tardes enroscada con la manta en el sofa, las tazas de te y de chocolate, los platos de sopa y las velas. Empiezan los vestidos con medias y las botas. Y la lluvia y los paraguas, guantes, gorros y bufandas. Y, además, huele bien. A fresco, a limpio, a hojas secas.
Puedo caminar por la calle sin derretirme como la bruja mala del oeste y sin que la fiera parezca un felpudo ajado.
Puedo sentarme en el sofá, sin dudar si lo que tengo encima es el portátil o un horno de fundición industrial. Si a esto le añadimos el subidón de haber escrito lo que no me creía capaz de escribir, estoy en la gloria. 
Puedo irme a dormir a las diez sin parecer la loca que se retira cuando todavía es de día. Y puedo quedarme leyendo hasta las doce (¡dos horas!) porque todavía es temprano (véase mi lógica, que no tiene desperdicio). En mi mesilla, Perillan y Sueños de Dioses y Monstruos me llaman y yo, acudo.
El lobito también revive, aunque en la foto parezca lo contrario. 







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