Estas Navidades...

... mi propósito era hacer el vago. Y me doy por satisfecha. 

Estas Navidades he comido bombones de chocolate con menta (mis preferidos. Dificilísimos de encontrar). 

También he leído. Menos de lo que suele ser habitual en estas ocasiones. Normalmente me 
empacho de lectura hasta que dan la una o las dos de la madrugada. Este año cayeron "Agencia Lockwood 1. Los visitantes", de Jonathan Stroud, que me gustó mucho, "La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa, que me gustó bastante menos y me entretuvo lo justo, y "Better than before" (mejor que antes), de Gretchen Rubin que sí me gustó.  También leí algunos pedazos sueltos de otros libros, pero tras el comienzo de año la cosa decayó un poco. Yo lo achaco a una mala elección de los libros que cargué en el lector y una morriña horrorosa del libro en papel. 

Ya que estaba de vacaciones y no tenía que madrugar, me propuse armarme de paciencia y ver unas cuantas películas. Las únicas que conseguí ver enteras, antes de que la publicidad me empujara a la lectura, fueron Brave, que es bonita, pero sigue estando muuuuy lejos de Wall-e, Percy Jackson y el ladrón del rayo, que me pareció correcta, y que cumple como película de aventuras y revisión de los mitos griegos) y Blancanieves y la leyenda del cazador, que después de una madrastra muy sólida y de construir una buena reflectora del cuento de Blancanieves cae en picado con uno de los finales más carentes de ritmo que he visto en mucho tiempo. 

Este año visité el lugar en el que nació mi bisabuela y tiene el halo de leyenda familiar propio de esos lugares de los que todos han oído hablar, pero que nadie ha visto. Para mí, tiene un añadido curioso: mi bisabuela cumplió dieciocho años en el año 1900. Yo cumplí dieciocho años en el 2000. ¿Es o no es curioso?

A lo que iba. Mi bisabuela nació en Miner Petit, que se traduce como minero pequeño y se pronuncia como Mina petit. Es un lugar perdido en mitad de las montañas. Cuando la civilización ha quedado lejos, el camino se ha agotado y las cabras, del tamaño de jabalíes, campan a sus anchas, entonces se sigue subiendo y se después de muchísimos botes en todoterreno se llega. Nos recibieron un perro, un burro y un caballo, que sería algo propio de los músicos de Bremen si no fuera porque estaban atados y se les veían las costillas. A cualquier bárbaro se le permite tener animales. 

Miner petit es pura montaña mallorquina. Poca tierra, olivos retorcidos, paredes de piedra y rocas enormes que allí llaman fités. Todavía se veían las casas, en mejor estado de lo que cabría esperar. 

Nuestro conductor, amigo de la familia, le dijo a mi madre "Vamos a seguir un poco más. ¿Cuándo volverás a subir aquí?", así que seguimos dando botes a través de caminitos que alguien, muchos, muchos años atrás decidió abrir en la roca. Así llegamos a Miner Grand, que tiene menos rocas y menos olivos, pero no mucha más tierra. Y luego, seguimos todavía. 
Terminamos allí donde la isla tiene su límite rozando el cielo. Por donde los hobbits podrían haber pasado en su camino a la Tierra de Mordor. Incluso el viento y el frío eran cinematográficos. Tan fantástico era todo que el todoterreno decidió ponerse místico, darnos un susto y no arrancar. Finalmente arrancó. Pero nos hizo pensar en lo estupendas que estaríamos marchando cuesta abajo con nuestros zapatos de tacón y nuestros bolsos (fue una excursión improvisada, no dio tiempo a equiparse). 

Miner Petit.


El fin de la isla (por arriba)



Y he debido ser buena este año porque los reyes, además de un par de calcetines, dejaron un par de sorpresas: un artilugio para cortar calabacines en forma de espaguettis y una bandeja para desayunar en la cama. Lo primero es para mis primeros pasos en la cocina. Lo segundo es pura decadencia, y me encanta. Sólo me falta un mayordomo que me sirva el té. Lo dejaremos para los próximos reyes. 

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