Mi primera clase de pilates.

Vaya por delante que nunca he sido una persona deportista. Siempre he hecho deporte, pero nunca he querido hacerlo. Los deportes de equipo me dan alergia. No le veo el sentido a las competiciones. En todos los juegos de pelota hay una ley no escrita: "La pelota va donde están las gafas", lo que se traduce en buscar a tientas las gafas que la pelota acaba de mandar volando muy lejos. Y lo de correr en una cinta no es para mi; hace que me entren ganas de llenarme los carrillos con alpiste
Hasta el momento sólo he encontrado un deporte que tolere: natación. No hay pelotas ni exige hablar con el de al lado.
Pero una se hace mayor y le entra el buen juicio (o eso dicen). El sofá, por muy cómodo que sea, termina anquilosando. Y cuando me preguntan "¿Qué haces por las tardes?" lo cierto es que me da vergüenza decir "Nada".
Así que me informé sobre las actividades que había en B. La zumba parecía entretenida, pero me daba miedo que mi nula forma física me hiciera terminar a los cinco minutos en el suelo, boqueando en busca de oxígeno y con calambres en las piernas.
Resumiendo, me apunté a pilates. Por supuesto, antes de ir hice una búsqueda rápida en google. "Gimnasia sueca" la llamaban. "Los suecos inventaron IKEA. IKEA me gusta. Probaremos con Pilates" fue mi línea de razonamiento.
Como por no tener no tenía ni ropa de deporte hice una escapada a Decathlon. Unos pantalones, dos camisetas, calcetines y zapatillas. Y así, mona, monísima, me informé de dónde estaba el Pabellón y me fui a clase.
Empezamos la clase respirando.
"Bien" pensé "Esto lo se hacer".
Luego estiramos un poquito. Ahí ya me vine arriba porque los brazos y las piernas se doblaban con moderación y en la dirección correcta. De vez en cuando me miraba en el espejo y quedaba bastante aparente.
Luego tuvimos que ponernos a la pata coja, con un pie sobre la rodilla y subir arriba y abajo y ahí ya comencé a buscar por las paredes, por si me había equivocado y estaba en una clase de preparación para las pruebas del Circo del Sol.
Pero no. Estaba en la clase que tocaba.
Nos estiramos más y pude comprobar lo lejos que me caían los dedos de los pies. Nos doblamos y comprobé que si alguna vez había tenido flexibilidad, la había perdido toda. Alternamos un pie en el suelo y otro arriba y hacia atrás, arriba y hacia un lado, arriba y hacia delante y luego abajo otra vez. Y respiramos. Respiramos mucho. Y mientras yo respiraba no hacía más que pensar en cómo era posible que sólo respirando ya sudara.
Cuando la profesora se tocó la rodilla con la oreja decidí que lo más sensato sería dejar ese ejercicio para dentro de un mes, cuando no me diera todo tanto.
Terminamos la clase respirando y estirando, esta vez tiradas en el suelo. Y eso sí lo supe hacer. Lo de levantarse otra vez fue más difícil. Volver a casa en coche, una odisea; nunca el embrague había ido tan duro. Incluso me costaba mover la palanca de cambios.
Al llegar a casa tuve que pasear a T. Y como si quisiera castigarme por haberlo dejado solo, me hizo dar un paseo laaaaaargo y con caaaaaalma. Olió todas las esquinas y comprobó todas las briznas de hierba.
Hoy vuelvo a clase. Lo cierto es que me gusta. Soy torpe, pero disfruto. Me tengo que concentrar para no caerme al suelo cuando estamos haciendo equilibrios así que no me queda espacio en la cabeza para pensar en muchas más cosas. Y salgo hecha polvo, pero relajada.

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