Novelas de formación, protagonistas con carácter y pequeñas cosas.

Las llaman novelas de formación, o novelas de aprendizaje. Y no me gustan. Menos cuando  sí que me gustan; entonces me gustan mucho.
La dinámica es sencilla: el protagonista comienza siendo un niño y termina entrando en la vida adulta. Madura (¡Qué palabra más fea!). Siempre me parecen moralizantes: el niño es egoísta, el niño pierde la inocencia, el niño se hace responsable, el niño comprende a los adultos... No me gustan. Me aburren, me irritan.
Pero, de vez en cuando, aparece alguna excepción: Matar a un ruiseñor, El castillo soñado, y, esta semana, Un árbol crece en Brooklyn. 
Más que la evolución de la protagonista (si, casualidad, en todas el personaje principal es un ella), lo que más me gusta es el detalle de lo cotidiano. Describir lo que sucede a diario, lo que cabe en una cocina o un viaje en autobús y conseguir que suene delicado y preciosista es difícil. Ahí, para mi, está la magia de estos tres libros. No en crecer, sino en hacer que lo intrascente, lo rutinario, lo habitual parezca algo digno de prestar atención. 
No creo que sea la niñez de las protagonistas lo que dota de relevancia a todas esas cosas pequeñas que construyen un día. Creo que es el carácter de las protagonistas lo que hace que vean lo que nadie mira dos veces. Y como todo lo pequeño les parece importante lo envuelven con ritos. Pequeñas rutinas que dan importancia a lo cotidiano. 
Yo paso los días atolondrándome, atosigándome, tropezando con mis propios pensamientos, así que me gusta que me recuerden que el café huele a café porque por las mañanas lo engullo sin prestar atención. Y me gusta que me recuerden que en el silencio puedo escuchar a los coches que pasan porque hoy es prácticamente imposible estar rodeada de ruido. Y que los zapatos bien lustrados son bonitos. Y que el té de los domingos merece una taza especial simplemente porque es domingo. Detalles que ralentizan el ritmo de cada día y le confieren valor.
Y ya está. Fin de la entrada. Hace tanto calor que no apetece hacer nada. Pero la tarde es tan larga que algo hay que hacer para llenarla hasta que el asfalto no queme y T. y yo podamos salir de paseo. ¡Qué poco me gusta el verano y qué pronto ha comenzado este año!


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