Botones de nácar, días impares y fiestas de guardar

Madò Francisca decía que una mujer debía tener su propio negocio. Ella tenía una casa en el número siete de la calle del León, con una mercería a pie de calle, un sótano bajo la tienda y un piso de una habitación en la primera planta en el que recibía a Don Llorenç los días impares y las fiestas de guardar. 
Don Llorenç, por su parte, tenía la Caja de Ahorros Vespertina, que le ocupaba todas las horas del día. También tenía una esposa, Madò Margalida, pero la tenía en Palma, así que no lo importunaba en absoluto. 
Madò Francisca era alta, rubia y de piel clara, probablemente el recuerdo de algún antepasado bárbaro que invadiera la isla; el resto éramos morenos y achaparrados, mucho más acordes con el entorno de piedra y arbustos y con las calas cortadas a mordiscos. Leía libros, que iba a buscar en bicicleta a la biblioteca, escuchaba la radio inglesa y discutía abiertamente con el médico en las conferencias que se impartían los domingos en el club social. Llevaba faldas de lápiz y botones de nácar, brillantes como escamas, en las chaquetas de lana. 
No era, lo que se dice, una mujer recomendable para jovencitas de bien. 
Por suerte a mi tío no le importaba. Él había recibido en herencia una jovencita y sin saber qué hacer conmigo recibió con alivio la sugerencia de Madò Francisca de que podría ayudarle en la tienda. 
—Parece despejada —le dijo—. Si se sabe las cuatro cuentas y tiene la letra clara me servirá. Y podrá aprender unas cuantas cosas que le serán útiles. 
Mi tío no se pensó dos veces la oferta. Quizá lo hubiera hecho de saber que Madò Francisca también me enseñaba a fumar, a pintarme los labios como las estrellas de cine, a caminar con zapatos de tacón y lo que nunca había que decirle a un hombre si pretendías que siguiera visitándote. 
Con ella aprendí a llevar la caja de la mercería y a no dejar que los proveedores que venían de Palma cada quince días me vendieran botones de hueso barnizado como si fueran de nácar. Además, me prestó métodos de inglés y, cuando empezó la guerra en Europa, de alemán. 
—¿Para qué me sirve esto? —preguntaba yo. 
—¿Acaso te hace daño? Estudia —respondía y me dejaba al cargo de la tienda mientras ella subía escaleras arriba con Don Llorenç.
Yo me quedaba tras el mostrador y despachaba a las mujeres del pueblo con parte del orgullo que tomaba prestado de ella. Fingía que llevaba tacones y lazos de raso en el pelo. Abría los cajones superiores y enseñaba carretes de hilo, cremalleras, elásticos y tirantes. De los cajones inferiores sacaba paquetes de tabaco sin timbrar, botellas de whisky y coñac, medias de seda y, a veces, radios y máquinas de coser.
Madò Francisca vendía de todo; incluso los habanos que le gustaban al sargento.
Si los proveedores de Palma nos nutrían de la mercancía de los cajones superiores, de los inferiores se encargaba Don Llorenç. Las noches de luna nueva, una cadena de hombres vestidos de negro, incluido mi tío, atravesaban las montañas de Ternelles y bajaban hasta las calas. Desde llaüts venidos de Marruecos descargaban fardos atados con cuerdas, se los echaban a la espalda y emprendían el camino de regreso hasta las fincas que quedaban a las afueras del pueblo. Don Llorenç suministraba a toda Mallorca y a parte de la península. En el pueblo estábamos muy orgullosos de nuestro vecino.   
Hacia mediados de octubre, de madrugada, mi tío llamó a mi habitación. Todavía llevaba la ropa negra.
—Vístete y ve a la mercería —me ordenó.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando me tendió una navaja. Era tan pequeña que podía esconderla en la mano cerrada.
—Si alguna vez la necesitas, clávala y corre. 
Perpleja crucé la calle. Tenía mi propia llave desde hacía tiempo, así que entré en la mercería sin llamar. La tienda estaba a oscuras y el primer piso en silencio. Me guardé la navaja en el bolsillo de la chaqueta y cogí las tijeras de palmo que utilizábamos para cortar las telas. 
—¿Madò Francisca? —llamé.
Escuché pasos arrastrados, voces contenidas. El suelo tembló y se me escapó un grito. 
—¡Aparta de ahí, niña! —reconocí la voz de Don Llorenç bajo mis pies.
Me aparté de un salto y Don Llorenç salió del sótano. Llevaba una linterna de aceite que me tendió.
—Baja. ¡Pero antes deja esas tijeras, criatura!
Apenas había puesto un pie en la escalera cuando Don Llorenç me sujetó del brazo. La luz que llegaba desde la calle se reflejaba en los botones de nácar del puño de su camisa. 
—Si cuentas algo, a quien sea… —no terminó la amenaza. No hacía falta. De vez en cuando un porteador con las manos excesivamente largas se despeñaba por los acantilados—. Esta mujer nos traerá la ruina a todos. 
El sótano era más bien un agujero con las paredes encaladas y el suelo de hormigón. Una vez a la semana, yo ayudaba a Madò Francisca a subir la mercancía para reponer los cajones inferiores. Aquella noche, además de cajas de puros habanos y de licores había en el sótano dos hombres, una mujer y un niño. Todos rubios, todos vestidos con ropas de viaje y ojerosos. 
Recordé las historias que se contaban por el pueblo a espaldas de la Guardia Civil, de las que no hablaban los periódicos ni la radio.
—¿Son refugiados? —pregunté.
—Hazte a la idea de que son fantasmas. No existen ahora ni existirán cuando se hayan marchado. Sube arriba, calienta agua y trae mantas. ¡Y no enciendas ninguna luz!
Hice lo que me pidió. Los fantasmas tenían las manos heladas y estaban empapados; parecía mentira que hubieran llegado cruzando nuestro mar, cálido y manso. Comieron en silencio y se dejaron arropar. Cuando nos marchamos para abrir la mercería, Madò Francisca los dejó a oscuras y se llevó sus zapatos.
—Para que no hagan ruido —me explicó.
La seguridad que solía tomar prestada de de Madò Francisca me falló aquél día. Con el oído puesto en el sótano, pendiente de cualquier ruido, y la vista en la calle, esperando ver llegar a la Guardia Civil, fui un desastre de dependienta. 
Corté la tela de Madò María en una bonita diagonal que dejó un par de metros inservibles.
—Saldrá de tu suelo —me dijo Madò Francisca, que taconeaba tras el mostrador con la misma gracia de siempre. 
Deshilaché dos tiras de encaje. 
—Saldrán de tu suelo. 
Desperdigué medio centenar de alfileres de cabeza dorada. 
—Saldrán de tu sueldo.
Tiré un cajón entero de botones al sacarlo con demasiado ímpetu: botones de nácar, de concha y botones forrados de terciopelo cayeron al suelo con el ruido de una lluvia de verano.
—¡De mi sueldo no, por favor! Los ordenaré esta noche —imploré.
Madò Francisca asintió y siguió despachando.
Esa noche, mientras yo ordenaba botones en la mercería, Madò Francisca cocinaba tortas de manteca en su piso. El olor, que de normal hacía que me rugieran las tripas, me daba nauseas.
—Anda, deja eso y ayúdame—Madò Francisca bajó por las escaleras. Llevaba la bandeja con las tortas tapada con un paño de cocina, una cesta con ropa de abrigo le colgaba de un brazo y bajo el otro aguantaba una lata de galletas.  
Los fantasmas nos miraron como si realmente acabaran de regresar del más allá.  
Madò Francisca dijo algo en alemán que no entendí, pero que sonó lo suficientemente firme como para resultar tranquilizador. Los fantasmas se relajaron. Les dimos la comida y los cubrimos con chales y bufandas. Mientras ellos comían, Madò Francisca abrió la lata de galletas. Dentro había  penicilina, morfina, hilo de sutura y unas cuantas jeringuillas.
—¿Cómo tiene usted esto?
—En la vida hay que estar preparada, niña. Si ya han terminado todos puedes irte. Acuérdate de cerrar bien las persianas y echa la llave a la tienda. 
Durante dos semanas, antes de volver a casa, comprobé tres veces que la tienda estaba bien cerrada y que la luz estaba apagada. Tres se convirtió en mi número mágico. Comprobaba los pestillos de las persianas de la mercería tres veces; pegaba el oído por las noches a mi ventana cuando pasaba alguien por la calle y contaba tres minutos desde que la calle quedaba en silencio, tardaba tres latidos en contestar a cualquier pregunta por miedo a decir lo que no debía. 
Los fantasmas adquirieron consistencia. Me aprendí sus nombres: Ryszard, Ebner, Iga  y Jochim Aprendí que Jochim me devolvería las sonrisas pero que Iga no dudaría en hacerse con mi navajita y clavármela si de ello dependiera su vida.
En plena luna creciente, mi tío se vistió de negro y se marchó bien entrada la noche. 
—¿Don Llorenç espera mercancía esta noche? 
—Esta noche no llega nada. Sale.
—Os verán —le advertí angustiada—. Las rocas reflejarán la luz de la luna. 
—La noche está encapotada y Don Llorenç dice que ya no lo puede retrasar más. Además, me paga bien.
—¿Y qué dice Madò Francisca?
Mi tío suspiró.
—No te asomes a la ventana.
A la mañana siguiente, los fantasmas ya no estaban. Madò Francisa lavó y aireó su ropa de abrigo. Yo volví a contar de uno en uno y Don Llorenç regresó a su contrabando habitual de licores y tabaco. 
Hasta la siguiente luna nueva. 
De Madò Francisca aprendí que hacían falta cuatro bolsas de agua caliente para hacer entrar en calor unos pies helados, que las mantas con piojos había que sumergirlas en agua hirviendo y que no era posible despegar la ropa de la sangre seca de las heridas sin provocar dolor.
Cambié mis oraciones en la Iglesia por retahílas de nombres: Ryszard, Ebner, Iga, Jochim, Babina, Aniela, Bazil, Meinrad, Alseky, Zuzanna… Los fantasmas que habían pasado y los que teníamos. 
Adelgacé tanto que la ropa me bailaba, me sobresaltaba con cualquier ruido, veía miradas suspicaces en los rostros que conocía desde niña. 
—Puedo enviarte a estudiar a Palma, si quieres —me dijo mi tío una mañana. 
Lo miré sin comprender. Había dejado de estudiar a los catorce años para buscar trabajo y a los dos nos había parecido lo más sensato. 
—Me gusta estudiar aquí —dije sin dudar. 
El calendario dejó de importar. Contábamos el tiempo por lunas nuevas y noches encapotadas. 
Alberta, Henning, Erik, Klara…
Y para San Antón sucedió lo impensable. La esposa de Don Llorenç regresó al pueblo. Lo hizo en el asiento trasero de un Hispano Suiza que obligó a despejar la Plaza el día de mercado. 
—Ha vuelto porque a Don Llorenç ya no le van tan bien los negocios desde que empezó la guerra. Un piso en Palma es caro de mantener —decían las mujeres en la mercería. 
—El coche es prestado —aseguraban otras.
—La avaricia nunca fue buena. Lo dice el párroco —una mirada de Madò Francisca, afilada como las tijeras que teníamos sobre el mostrador cortaba las conversaciones.
Sea cual fuere el motivo, lo cierto es que Madò Margalida recuperaba sus antiguos dominios con rapidez. Parecía estar en todas partes; en misa, capitaneando los rezos; en la plaza, sorbiendo granizados; en los caminos que rodeaban el pueblo, admirando las vistas. 
Irene, Regina, Lilla ….
Don Llorenç y Madò Francisca dejaron de verse, pero los fantasmas seguían llegando. Yo repetía mis oraciones, que de por sí ya eran largas, tres veces, de tal forma que seguía arrodillada cuando la iglesia se vaciaba. 
Joanna, Bernard, Odo…
Esperaba despierta a que mi tío regresara las noches de luna nueva. Rezaba mis nombres durante las noches encapotadas.  
Sylwan…
Me llevé al sótano las mantas que nos sobraban en casa, los calcetines viejos y las chaquetas parcheadas con coderas. Arranqué todos los botones de mis camisas y los sustituí por botones nacarados. 
Gerhard, Hanna…
La noche de Santa Catalina descubrí a mi tío escudriñando la calle. 
—Madò Margalida acaba de entrar en la mercería. 
Salí de casa antes de que me lo pudiera prohibir, crucé corriendo e irrumpí tan rápido que la puerta golpeó contra la pared. Un trocito de yeso cayó al suelo. 
Las dos mujeres se miraban en silencio, con el mostrador de por medio. 
—Me acabo de dar cuenta  de que no he cuadrado la caja —improvisé.
Madò Margalida carraspeó.
—¿Dime niña? ¿Has visto a mi marido frecuentar este lugar?
Madò Francisca apretaba los labios en una fina línea. Me pregunté por qué permanecía tras el mostrador, rígida y acobardada en lugar de sacar a rastras a la esposa de Don Llorenç tirandole de su estúpido collar de perlas. De pronto lo escuché: el gimoteo de un bebé, tan suave que podría haberlo tomado por el maullido de un gato de no saber que venía del sótano. 
Madò Margalida esperaba una respuesta. Los fantasmas del sótano necesitaban una distracción. Tomé una decisión y confié en que Madò Francisca no se enfadara mucho conmigo. 
—Sí, Madona. Don Llorenç viene a menudo por aquí—respondí. 
Madò Margalida se volvió hacia mí.
—Quiero decir si lo has visto entrar a horas inapropiadas. 
—Sí, señora. Todos los días impares y las fiestas de guardar. ¿Por qué no habría de hacerlo si su cama está vacía?
No vi llegar el bofetón.
—¿Esta es la moral que se enseña en este pueblo? —gritó—. ¡Desvergonzadas! 
Del sótano llegó un llanto rabioso. 
A Madò Margalida se le atragantó el siguiente insulto. Se giró hacia Madò Francisca, descompuesta.
—¿Habéis tenido…? No es posible. No sin yo saberlo. ¡Aparta!
—No —dijo Madò Francisca.
—¡Aparta te digo!
—¡No!
Madò Margalida se arrojó sobre Madò Francisa con tanto ímpetu que la tiró al suelo. La trampilla quedó al descubierto y antes de que pudiéramos detenerla la abrió y se lanzó escalera abajo. Corrimos tras ella. Los fantasmas se habían retirado contra la pared. El bebé seguía llorando y su madre no acertaba a consolarlo. 
Madó Margalida tardó un instante en hacerse cargo de la situación.
—¿En serio? ¡Oh, Francisca! Ni siquiera Llorenç te salvará de esta. Cuando se lo cuente a las autoridades…
No terminó la frase. No pudo con las tijeras que Madò Francisca acababa de clavarle en la espalda. Cayó al suelo, muy despacio y ya no se volvió a levantar. 
Aquella noche el edifico de dos plantas del número siete de la calle del León ardió con rapidez y eficacia. Fue lo único que se nos ocurrió para que los fantasmas y Madò Francisca tuvieran tiempo de llegar a las calas. 
Al amanecer los vecinos terminaron de refrescar los restos de la mercería y descubrieron tras el mostrador un cadáver ennegrecido con un collar de perlas. El sargento y el médico entraron con gesto grave para examinar el cuerpo. A mi lado Don Llorenç se retorcía la corbata. Dieron por terminada su inspección cuando el reloj de la iglesia daba las ocho y todo el pueblo se apiñaba en la calle, a la espera de noticias.
—Por la complexión es sin duda, Madò Francisca —dijo con toda tranquilidad el médico.
—Una gran desgracia, sin duda —añadió el sargento. 
Don Llorenç rompió a llorar.

Los dos llevaban botones de nácar en el cuello de la camisa.

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