Aburrida, gruñona y quejosa.

Ayer fue mi último día de vacaciones. 
Quizá por eso he pasado mala noche. También T. ha pasado mala noche y ha decidido esta madrugada que debía subirse a rascar el sofá  y a ladrar y, en algún momento, ha creído que eso no era suficiente y que también debía vomitar. 
Hoy he vuelto al trabajo. Y ha sido algo tan desalentador que llevo toda la tarde tirada en el sofá. Mis "células grises", que diría Poirot, ni siquiera han llegado al sofá. 
Estoy gruñona. Y quejosa. Tanto que T. me huye y ha ido a esconderse al cuarto hasta que sea su hora de pasear.
No puede ser bueno.
Hará unos nueve meses decidí cerrar este blog. Ya no era divertido, ya no tenía ideas. Lo que sí que tenía era la sensación de escribir siempre lo mismo. Escribir reseñas no es lo mío y escribiendo cuentos daba vueltas en torno a la misma idea una y otra vez. 
Estaba cansada. Sin ideas y sin ilusión. 
¿Qué ha cambiado?
Nada, la verdad. Pero no tengo fuerzas para mirar las asignaturas de la UNED que debería estudiar este año. No me apetece leer un libro. La televisión me cansa. Y no tengo ánimos para echarle un vistazo a los concursos literarios a los que quizá debería pensar en presentarme; ni pensar en contactar con editoriales. Y falta todavía un rato hasta que T. me deje sacarlo de paseo.
Estoy aburrida. Y como este blog es mío, puedo ser todo lo inconsecuente que quiera y dejarme caer por aquí aunque nueve meses atrás dijera que ya no lo haría.
Estas vacaciones leí unos cuantos libros (que no voy a reseñar, todo el mundo tranquilo), subí una montaña andando para ver amanecer e hice unas fotos terribles (es curioso como consigo anular por completo las prestaciones de la cámara de un iPhone). Compré cosas que no necesitaba pero que me hacían ilusión. Alimenté a unos cuantos mosquitos. Vi exposiciones muy modernas, de esas que se llaman instalaciones y que me hacen decir "¡Menuda memez!". Y me apunté a un taller de literatura infantil. 
Después de tres meses de taller puedo decir que escribir para niños es diabólico. Es increíblemente facil patinar con el paternalismo y caer en la moralina, lo que convierte el cuento en algo infumable. El lenguaje, que una cree que domina, se retuerce. Y la historia que pretendes contar te retuerce el cerebro. ¿Qué decir? ¿qué contar? ¿me entenderá un niño? ¿lo aburriré hasta que pida a gritos a sus padres que le dejen echarse la siesta?
Por algún motivo que no entiendo, los cuentos para niños me salen en verso, pero como no se rimar, el verso queda raro. 
¿He dado con temas nuevos?
No creo. He escrito sobre sirenas y piratas y monstruos, que es sobre lo que suelo escribir. 
¿Ha sido un reto?
Si. Y lo que es más importante. Me ha mantenido ocupada y algo menos quejosa. 
¿Vuelvo al blog?
¡Meh! No sé. Supongo que dependerá de lo aburrida y de lo gruñona que esté. 

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