Infinitos matices de gris



La fiesta se celebra en la residencia del Thomas Kepler. Un nombre de escaso abolengo, pero es lo que viene sucediendo desde que las universidades se abrieron al talento; ahora uno se encuentra hombres con las mejillas sonrosadas como campesinos ejerciendo de Cancilleres de las Oficinas de Asuntos Exteriores. 
La invitación indicaba con trazos blancos sobre un fondo negro, que los invitados debían ir de etiqueta y con máscara. Puede que Thomas Kepler carezca del savoir faire que sólo dan las generaciones acumuladas de aristocracia, pero tuvo el buen juicio de buscarse una esposa bonita que sí lo tiene, así que que lo mejor de Londres se ha concentrado aquí esta noche. 
Thomas Kepler me recibe con una fuerte palmada en la espalda y su esposa con una sonrisa dulce. Detrás sus dos hijas mayores hacen una media reverencia deliciosa. Por lo que veo, llevan camino de ser igual de hermosas que la madre; algo de lo que su padre puede estar agradecido. 
Me sumerjo en la fiesta. Raso, satén y charol. Y máscaras, por supuesto. Hay máscaras venecianas, de un blanco tan sólido como la niebla que ha cubierto hoy Londres. Máscaras japonesas de gatos, zorros y conejos. Máscaras tailandesas que asemejan monstruos de sonrisas grotescas. 
Yo he optado por un antifaz negro. Tradicional y clásico. No necesito mirarme en el espejo para saber que me sienta estupendamente. Igual que el traje y los zapatos brillantes. 
No creo en la falsa modestia. Me parece una actitud prepotente. Mi vida se rige por unas reglas muy claras: ser cortes con las mujeres, sin importar su edad ni su condición, llevar siempre los zapatos relucientes, y no permitir que mi boca pronuncie lo que mi mente piense. Hasta ahora me ha ido bien. 
Saludo a conocidos, me dejo presentar a algunos desconocidos. Como y bebo. Soy encantador y, a medida que la noche avanza y la fiesta se va llenando, me cuido de mantener la mente clara. No es una tarea fácil. Las luces son cada vez más brillantes, la orquesta ataca piezas cada vez más frenéticas, el champan tiene más burbujas, la gente se ríe más y más fuerte. 
Sentada en una butaca que alguien ha tenido el mal tino de colocar estorbando el paso, una de las muchas tías solteras de Thomas Kepler, contempla la fiesta con aire plácido. Agatha o Astrid. O puede que Mildred. Nunca soy capaz de recordar sus nombres, así que cuando me veo obligado a hablar con ellas opto por un neutro “Señora”. 
En un rincón, la señora Kepler intenta convencer a su hija pequeña para que ofrezca a los anfitriones pequeñas copas de licor. Siempre me admiran los caprichos de la genética. Parece como si a Thomas Kepler y a su esposa se les hubiera agotado la capacidad de engendrar criaturas bonitas. Finalmente la niña cede y se me acerca con una bandeja en la mano. Está echa un manojo de nervios, roja como la grana. La máscara de zorro se le baja hasta el cuello, tropieza y me echa encima parte de la copa. 
—Lo lamento. Lo lamento mucho —dice azorada y seca con su pañuelo la copa— Mamá quiso que se lo trajera. 
Siento lástima por esa criatura gris.
—No pasa nada, querida. ¿Ves? —me bebo la copa de un trago. 
La niña no parece consolada en absoluto, murmura una disculpa y desaparece. Yo también aprovecho para desaparecer. El incidente me da la excusa para retirarme unos minutos de la fiesta. En el aseo cojo una toalla para secarme y, aprovechando la confusión, subo las escaleras. El despacho es igual de simple que la mente de Thomas Kepler. Estanterías llenas de libros, sin adornos de ningún tipo. Una alfombra más cómoda que bonita. Un robusto escritorio sin dobles fondos. Encuentro los planos del nuevo bombardero en el archivador, en la “P” de planos. Me reafirmo en mi idea de que Thomas Kepler no es el hombre adecuado para guardar secretos de estado. 
Al salir del despacho me golpeo con el marco de la puerta. El pie derecho se me está durmiendo; Debo hablar con mi zapatero; estos zapatos sin duda me aprietan demasiado. 
Una figura menuda aguarda en el pasillo. Lleva un vestido de volantes, muy poco favorecedor, y una máscara de zorro colgada al cuello.
El pie izquierdo se me duerme también, y para mi asombro las rodillas me fallan. 
—No me encuentro bien, niña—consigo decir antes de verme obligado a sentarme. 
La hija menor de Thomas Kepler me mira con atención antes de contestar. 
—Es por la dedalera. Cuando lo vi llegar me pareció que había engordado y tuve que improvisar. 
Otra figura se acerca, apoyada en un bastón. La tía soltera de Thomas Kepler. ¿Astrid? ¿Melinda?
—Se te ha ido la mano, Celia.
—Ha engordado— contesta la niña.
—Yo no he engordado —protesto, antes de que se me duerma la lengua. 
Kepler se acerca a paso rápido. 
—¿Y bien, tía?
—Te presentó al topo, querido. 
—Vaya, vaya, ¿Quién lo iba a decir?
Kepler me arrastra de vuelta a despacho y me deja apoyado contra el escritorio. La niña entra tras ellos y cierra la puerta. Contempla con los ojos brillantes cómo su tía y su padre me registran los bolsillos. Encuentran los planos en el bolsillo interior de mi chaqueta y los sustituyen por otros.
—¿Qué sabes de él, Celia? —pregunta su padre—. En pocas palabras. 
Celia se pone en cuclillas a mi lado. Tiene un sonrisa traviesa que, desde luego, nunca he visto en su madre ni en sus hermanas. 
—Inteligente, temerario—piensa un instante—. Pagado de sí mismo. Si ha escondido algo lo habrá dejado a simple vista.
Kepler y su tía asienten. 
—¿Por qué solo los paralizamos en lugar de dormirlos? —pregunta ahora su tía. 
La niña no duda.
—Porque con los ojos despiertos nos dicen la verdad cuando nos acercamos a lo que no quieren que veamos.
Y, para mi horror, no tardan encontrar el libro de claves. La niña tenía razón. Lo hice grabar en la pitillera, ¿dónde si no? No era mal sito. De eso hace cinco años y nadie había sospechado nunca. 
Kepler lo copia con rapidez.
—¿Puedo preparar yo el vial? —pide la niña. 
—Te ayudaré —le responde su tía—Queremos borrar veinte minutos, a lo sumo. No toda la noche.
Kepler vuelve a colocar la pitillera en su sitio. 
—¿Qué le parece? Quince años y ya promete.
La tía chasquea la lengua satisfecha cuando el vial alcanza un color lila. 
—¿Le he dicho alguna vez que me criaron mis tías? Unas mujeres admirables. Ahora, Celia, vuelve a la fiesta. Y hazlo por la cocina. 
—Si, papá. 
—Celia, querida — la tía se detiene con el vial a pocos centímetros de mi boca—. No te olvides de la máscara. 
La niña no toca la máscara del zorro. En lugar de eso, agacha la cabeza, sólo unos milímetros. Encorva los hombros, apaga la mirada. La sonrisa desaparece. Y vuelve a ser una niña gris y apocada. 
El vial no tiene mal sabor. Después la niebla entra en mi cabeza. 
Me he quedado traspuesto en una de las butacas mal dispuestas, junto a la tía de Kepler, mientras ella me detallaba los híbridos de rosas que ha conseguido hacer germinar. No parece que le importe y se lanza a explicarme algún tipo de rivalidad sinsentido entre vecinas. Asiento. Tengo la cabeza embotada. Recuerdo a la hija menor de los Kepler tirándome una copa encima del traje. Recuerdo subir las escaleras y tropezar y los planos archivados en la “P”. La tía de Kepler ¿Eleanor? ¿Margaret? debió acorralarme cuando volvía. Si. Eso debió ser. Estas mujeres no pueden resistirse a que alguien les preste algo de atención. 
Con disimulo me recoloco la chaqueta y aprovecho para tantear los bolsillos. Sí. Ahí está todo: planos, pitillera y arma. Me relajo. 
La sala está envuelta en la neblina del tabaco y la excitación del baile. Las hijas de los Kepler  se mueven como flores al viento. El alcohol ha aflojado las risas. Cuando dan las doce, los invitados se quitan las máscaras y aplauden. 
En un rincón de la sala, la esposa de Thomas Kepler está regañando a su hija menor por haber dejado caer una bandeja de canapés. Pobre criatura. Nunca vi una niña tan gris. 

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