Vida de cobarde



Cuando terminé mis estudios de medicina, mis compañeros corrieron a presentarse voluntarios para servir como cirujanos del ejército. 
Yo nunca corro. Me conformé con un puesto de médico rural. 
—No encontrarás más que granjeros y cerdos —me dijeron mis compañeros—. Antes de tres meses estarás de vuelta, pidiendo un poco de emoción.
Se equivocaron. Es esta pequeña aldea, acurrucada en un valle tan remoto que el correo sólo llega una vez al mes, no encontré ni cerdos ni granjeros. 
Había oído rumores que decían que desde que la guerra comenzó, había aldeas que sólo estaban habitadas por mujeres.
—La guerra se llevó a los hombres —me respondieron las mujeres del encogiéndose de hombros cuando hice las primeras preguntas. 
Las mujeres me toleran igual que toleran a las bandadas de cuervos que salen cada atardecer del bosque para posarse en los canalones y en los alféizares de sus ventanas. Me compran remedios para afecciones de la piel, toses y poco más. Cuando un parto se tuerce, sube la fiebre de un niño o un anciano tiene dificultades para respirar acuden a casa de Amaranta, la anciana del lugar. 
No me importa. Los remedios de Amaranta son efectivos y a mi me queda tiempo para dedicarme a mis lecturas que llegan pulcramente envueltas en papel marrón cada primer lunes de mes. 
Una vida plácida, hasta este primer lunes. Junto con la saca de correos llega también un agente del censo. Tieso como un lapicero bien afilado, baja de la carreta del correo, y se dirige a la iglesia. Poco después, llama a mi puerta. Me pregunta acerca de las dolencias que me consultan las mujeres y los remedios que prescribo. Mi respuesta es breve; la anota en un cuaderno y se marcha. 
Durante ese día y el siguiente recorre todas las calles del pueblo y visita el cementerio. Entra en los negocios, examina los pozos y estudia los registros de nacimientos. Pasa una hora observando las carpas del río y otra mirando a los cuervos en los tejados. 
Al final del día, mientras estoy disfrutando de mi cena en la taberna, se sienta conmigo.
—No hay hombres en este lugar —me dice. 
El hijo de la tabernera está encendiendo la gran chimenea de la sala. Todo codos, rodillas y acné.—Alguno queda —digo.
—Niños y ancianos —dice desdeñoso— ¿Se ha fijado en que todos los cuervos son machos?
—No soy capaz de distinguir un pájaro de otro, me temo. 
—El ejército necesita a todos los hombres si quiere ganar esta guerra. Lo contrario es traición.
—¿Cree que los tienen escondidos?
—No es la primera aldea de mujeres que me encuentro —me dice—. Son astutas; capaces de mentir sin mentir. Fíjese.
El agente del censo le hace un gesto a la tabernera. 
—Dígame señora, ¿su marido se alistó?
—Mi marido no está aquí debido a la guerra, señor —responde Olivia con firmeza. Y se marcha a la cocina. 
Me despierto en mitad de la noche. Hubiera jurado que ha sido un trueno, pero la noche está tan despejada que puedo contar las estrellas. Aguzo el oído y estoy a punto de darme media vuelta para seguir durmiendo cuando llaman a la puerta. Golpes secos, demasiado rápidos. Me quedo paralizado. Las mujeres nunca acuden mí. Normalmente me encuentro la urgencia resuelta por la mañana cuando voy a la taberna a tomar mi desayuno. 
Bajo las escaleras con el estómago encogido. En la puerta está el párroco, temblando.
—Coja su maletín y corra a la taberna. ¡Ay, qué desgracia!
Tardo más de lo que debería en encontrar mi maletín y en organizarlo. Y tardo todavía más en hacer acopio de valor. 
Me encuentro al censor guardando la entrada de la taberna armado con un arcabuz. Las mujeres, con sus hijos agarrados a los bajos del camisón, guardan una distancia prudente. Algunas lloran; otras aprietan los labios en una mueca de rabia. Los cuervos se han congregado sobre la taberna y graznan con rabia.
—Ah, el médico nos honra. Entre dentro y asegúrese de que todos viven —me ordena el censor.
No se qué esperaba encontrarme, pero no a la anciana Amaranta con el labio partido e inconsciente en el suelo, ni a la tabernera sujetándose el brazo, a todas luces destrozado por una ráfaga de perdigones. Y, desde luego no a su hijo atado de pies y manos, con la nariz grotescamente curvada en un pico y un penacho de plumas de cuervo, negras y erizadas recorriéndole la columna. 
—¿Qué le dije? Son astutas —me dice el censor desde la puerta.
Curo a Olivia como puedo. La anciana revive con la ayuda de la sales. No me atrevo a mirar a su hijo.
—Coja el otro arcabuz. Ayer mandé mensaje y la guardia llegará al amanecer. Hay que resistir hasta entonces —dice el censor.
—¿Qué pasará entonces? —pregunto con un hilo de voz. 
—A estos tres los juzgaremos por herejía. A los niños nos los llevaremos a un hospicio. Será la única manera de que cumplan con su deber llegado el momento. Usted también vendrá, por supuesto. El ejército necesita médicos. 
No le dejo decir más. Apunto y descargo una ráfaga de perdigones y el censor se desploma. Vomito sin poder evitarlo. Las mujeres me contemplan boquiabiertas. El párroco detiene su plegaria. 
—No quiero ir a la guerra. No soporto la sangre. No soy valiente. No sobreviviré —digo—. Yo sólo quiero una vida tranquila. No me importa si es una vida cobarde.
Ninguna de las mujeres se ríe. Amaranta saca de su delantal un figurita de madera y me la tiende. Es un cuervo. La cojo. Está caliente. Las plumas escuecen al salir.  

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