Las tres reglas de Lee Ming para sobrevivir en la Galaxia



Si es que hay que ser imbécil.
No.
Hay que ser más que imbécil para no seguir tus propias reglas.
Nunca hagas tratos con alguien que sonríe más que tu. Esa es la primera regla. La que más problemas nos ha ahorrado. Ese fue el motivo por el que Lee me contrató, que mantuve el entrecejo fruncido desde el primer “hola”. Viktor, nuestro mecánico, es tan cariñoso como los sopletes que maneja y Camila es capaz de pilotar durante horas, pero no dice más de tres palabras al mes.
Por eso cuando el Señor Elias Nat se presentó en el muelle de carga tan trajeado, tan limpio, tan peinado y tan sonriente debimos haberle cerrado la trampilla en las narices. Cualquiera hubiera dicho que estaba realmente feliz de encontrase a bordo de la vieja Nodriza. Algo difícil de creer si tenemos en cuenta que el último cargamento había fermentado durante la travesía y nos había dejado el suelo pringoso y un olor que se resistía a soltarse de los filtros de aire.
A mi me gustan nuestros clientes habituales. Ni son honrados, ni pretenden serlo. Y sólo sonríen cuando quieren enseñar los dientes. 
Pero el señor Elias Nat sonreía todo el tiempo que estuvo hablando. Un monólogo larguísimo del que sólo sacamos en claro que nos recompensaría muy por encima de nuestra tarifa habitual si los llevábamos a él, a sus ayudantes y a su mercancía. 
Lee accedió porque tenía resaca y mala conciencia. Y porque es imbécil. La noche anterior, en una partida en los muelles, había perdido todo el dinero que tenía y parte del que todavía no tenía y eso incluía nuestros sueldos. Pero no era la primera vez que se veía en una situación parecida y podría haber sido mucho peor. El capitán del Estelar había perdido todo el dinero que tenía, parte del que no todavía no tenía y varias falanges de la mano derecha.
El señor Elias Nat subió su cámara sellada al día siguiente. Él no, por supuesto. El se limitó a dar indicaciones corteses, educadas y sonrientes. Viktor, Camila y yo manejamos las grúas hasta depositarla en el suelo del hangar y un enjambre de ansiosos ayudantes, que nos habían estado dando indicaciones mucho menos corteses, corrieron a comprobar el estado de una cámara que, según nos hicieron saber, era muy especial, muy delicada y en la que no debíamos entrar bajo ningún concepto.
Esa era la segunda señal para que Lee lo echara; aunque fuera a costa de sus propios dedos. 
Las naves de carga están hechas para llevar una mercancía de un punto a otro. Nosotros estamos más especializados. Llevamos mercancías más comprometidas a lugares algo más especiales por rutas menos conocidas. Por eso la segunda regla de Lee nos resulta muy útil: nunca aceptes una carga que no puedas ver ni atar. Aún siguiendo esa regla los cargamentos tiene la costumbre de rezumar, explotar o desgarrar parte del fuselaje cuando se enfadan. 
Esa primera noche Viktor entró en la sala de mandos soltando insultos en todos los idiomas que conoce. Y son muchos. Yo estuve de acuerdo con todos. Incluso Camila dijo que aquello le escamaba, con lo que agotó su cupo de palabras de los próximos tres meses. Lee le quitó importancia con un floreo de dedos. Últimamente le gustaba contemplar sus propios dedos.
Durante los días siguientes estuve a punto de darle la razón. El señor Elias Nat. y sus ayudantes comprobaban cada día el estado de la cámara y pasaban el resto del tiempo en sus literas. Nada crujió, ni rugió, ni goteó. Todo era perfectamente normal y aburrido. 
Y luego, hace tres días, se produjo un pequeño revuelo mientras realizaban sus comprobaciones y entraron en la cámara. Al poco tiempo el Señor Elias Nat abrió la puerta y le pidió a Lee si, por favor, sería tan amable de ayudarle un instante. 
Y Lee entró. Estaba agradecido por conservar sus dedos.
Camila pilotó la nave, Viktor puso a punto los motores del ala derecha y yo comprobé los filtros de aire y los circuitos eléctricos. Ni el señor Elias, ni sus ayudantes, ni Lee salieron esa noche.
Anteayer el señor Elias Nat fue a buscar a Camila para pedirle, si, por favor, tendría la bondad de echarles una mano. Y Camila, que no está acostumbrada a que nadie utilice en una misma frase su nombre y la palabra bondad, bajó la guardia, conectó el piloto automático de la Nodriza y lo siguió dentro de la cámara.
Viktor se dedicó a engrasar los rodamientos del tren de aterrizaje y yo resaturé los protocolos de seguridad del sistema de navegación. El señor Elias Nat, sus ayudantes, Lee y Camila no durmieron en sus literas.
Ayer el señor Elias Nat encontró a Viktor peleándose con un rotor y le pidió ayuda, tan solo un instante, con algo que fallaba en la cámara, dedicando a sus ayudantes un insulto tan exótico que Viktor lo siguió con la boca abierta. 
Nadie ha salido desde entonces y yo he dejado de lado mis tareas. En lugar de eso me he dedicado a dar vueltas en torno a esta habitación perfecta e inmaculada. Las paredes son blancas, lisas, sin rasguños de ningún tipo, sin pliegues ni junturas más allá de la puerta. Ni siquiera parece que tenga filtros para renovar el aire. La habitación no es sensible al tacto, ni a la presión ni a los cambios de temperatura. Lo sé porque la he golpeado con los nudillos, con un martillo percutor y porque he intentado socarrarla con uno de los sopletes de Viktor hasta que me he quedado sin combustible. 
La Nodriza sigue el rumbo que marcó Camila. De vez en cuando oscila, para reajustarse. A veces algo vibra o zumba, pero en general el silencio se lo come todo. Y me he dado cuenta de estoy en medio del espacio, encerrada en una gran habitación de las que no puedo salir mirando una habitación en la que no puedo entrar. Y estoy sola.
Nunca he estado sola. En casa estaba siempre rodeada de gente en los campos de cultivo y en la iglesia; en el puerto comercial estaba siempre rodeada de gente, menos piadosa, pero mucho más divertida. Y en esta nave, hasta hace tres días, estaba mi familia. 
Estoy sola y no me gusta. 
Por eso, cuando la compuerta de la cámara se abre aplico la tercera regla de Lee Ming para sobrevivir en la galaxia: dispara primero, pregunta después. 

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