Fin de proyecto




Lorian, o “Lobest”, como se hace llamar en sus cuentas en internet, entra en el ascensor con nariz metida en el móvil. Casi igual que un caballo con el hocico metido en su morral, si no fuera porque cualquier caballo tiene la mirada más viva. 

Fermín se recoloca para dejarle sitio en el ascensor y durante un instante todo es un frufrú de túnicas, un mover de papeles y de sellos de lacre, un apretarse contra el espejo. Juro que con cada decenio que cumple, Fermín abulta más. 

Lorian, por supuesto, ni se inmuta. Nunca ha sido un muchacho muy espabilado, pero desde que le regalaron ese teléfono, está especialmente denso. Y los auriculares no ayudan. 

En lo que nosotros tardamos en hacerle sitio, él ha abierto Spotify y por los auriculares atruena algo que no tiene ni un lejano parentesco con la música. No digo que todo tengan que ser arpas y coros celestiales, pero entre eso y lo que escucha hay todo un mundo de opciones musicales.

De la quinta planta a la cuarta abre tiktok y repasa una sucesión de vídeos: consejos de supervivencia más bien dudosos, un resumen de las mejores jugadas de los últimos partidos, una selección de caídas y trompazos en público, una cadeneta de chicas cargadas de maquillaje y escasas de ropa. Abre, repasa, comenta, y cierra. Y, sin tomarse un respiro, abre instagram: contenido similar cuando no idéntico. Me acerco para comprobar que, en efecto, sigue respirando. Sé que debe de estar vivo, porque está en pie y sus índices se mueven. A veces, hasta parpadea. Pero llevo tanto tiempo en esto y he visto tantas cosas que, francamente, ya nada me sorprendería. 

De la cuarta planta a la tercera Lobest sigue moviendo los dedos y las pupilas y mantiene el rostro muerto. Ahora está repasando facebook. 

Fermín golpea el suelo con el pie descalzo. Si pudiera chistarme, sé que lo haría. Pero no puede, así que lo ignoro y paso páginas memorandos y circulares, el manual y el código de conducta. Sólo hay una solución para evitar el final prescrito. Lo que ahora llaman “una súbita toma de conciencia por el sujeto autónomo”. Vamos, un “ver la luz” de toda la vida, que no sé qué manía les ha entrado con cambiarle el nombre a las cosas. 

Que no es que yo sea purista. Me gustan las novedades como a cualquier otro. Las vacunas, por ejemplo, nos facilitaron enormemente la vida al quitarnos de encima de toda esa mortalidad infantil. Y los años setenta del siglo pasado fueron interesantes con tanta sustancia experimental; esos si que fueron años de súbitas tomas de conciencia. 

Lorien sigue en su mundo. Pierdo la paciencia y le arreo un guantazo en las manos. El teléfono cae al suelo. 

—Mierda, mierda —dice. 

Si Fermín pudiera arquearía la ceja derecha para lanzarme una mirada reprobatoria. Como únicamente tiene arco occipital, se tiene que conformar con girar la cabeza. La luz del ascensor le da un feo tono amarillo a la calavera. “Mínima intervención” es la consigna de los últimos años, en consonancia con la “autonomía del individuo” que ahora les encanta. 

Lo que sé con certeza es que con una buena caída del caballo he salvado a mas de uno de terminar con la cabeza abierta. 

De la tercera a la segunda planta, Lorien comprueba el estado de su móvil y, tranquilizado, abre media docena más de aplicaciones, incluida una que, por lo que veo, sólo sirve para apilar caramelos de colores. 

¿Cómo se supone que tengo que proteger a alguien que ni siquiera es consciente de lo que tiene alrededor?

El medievo. Esa sí que fue una buena época. Iban a la búsqueda de señales como si les fuera la vida en ello. Esa es la actitud ante la vida. Sólo tenía que deslizar un rayo de luz por aquí, una brisa suave por allá, y reconducían su camino. Evitaban el peligro, vivían unos cuantos años más y todos felices. 

De la segunda a la primera planta Fermín se alisa la túnica. Nunca he conocido a nadie que ponga tanto mimo en su trabajo. No como yo, que todavía llevo la camiseta que hicimos para la última protesta. “Señor, dame paciencia ya que no me das recursos”. A mi me pareció que quedó resultona, pero a la dirección no le gustó, así que yo me volví a mis alas, y Fermin a su guadaña.

En el espacio mínimo del ascensor le quita la funda, la guarda bien doblada en un bolsillo interior de la túnica y comprueba el filo. Es hermoso y espeluznante a la vez. Luz congelada y aliento suspendido.

De la segunda a la primera planta hago un último intento desesperado. Cojo aire, rastreo el ambiente y entre los hilos del destino que se entretejen en este edificio de diez plantas, localizo la señal de internet y la desvío. 

—Joder —dice Lorien.

Levanta el móvil y con el brazo bien estirado inicia un baile en el escaso espacio del ascensor que nos obliga a Fermín y a mi a apretarnos contra las paredes. No necesito mucho de Lorien. Sólo que se de cuenta de su reflejo en el espejo, que tenga un fugaz pensamiento que lo lleve de vuelta a su niñez, que le entre ilusión por algo, lo que sea.

La cara se le ilumina y sonríe y, por un instante, creo que he ganado. Pero no. La música que no es música vuelve a atronar por los auriculares y en la pantalla vuelve el carrusel de imágenes. Pierdo unas cuantas plumas de pura rabia.

De la primera a la planta calle, Lobest sigue su peregrinación por internet ajeno al mundo. Saco el  sello de lacre cuando el ascensor se detiene. 

— Todo tuyo —le digo a Fermín. 

Salen los dos a la calle y yo estampo el sello de “Fin de proyecto”. 

Comentarios

Entradas populares