Pandora, niña.


Lo primero que escuchas es la voz de Hefesto.

—Pandora, niña, no te muevas. Tienes que secarte bien. 

Abres los ojos y te miras. Brazos y piernas, pecho y vientre, todo está hecho de arcilla, todavía húmeda. Dejas pasar ese primer tiempo tiempo inmóvil, y tu piel adquiere el tono de la canela en polvo. Las uñas, escamas de nacar, se afianzan en los extremos de los dedos y, en tu interior, el esqueleto de cañizo y esparto se asienta. El cabello hecho de hebras de posidonia te llega hasta la cintura.

Cuando Hefesto juzga que no hay peligro de que te resquebrajes, te permite moverte. Los primeros pasos son aterradores. El suelo cae lejos y el mundo carece de asideros. Pero yergues la espalda, alzas la cabeza, encuentras un equilibrio y pronto sientes deseos de echar a correr.

—Pandora, niña, no te caigas.

Te presentan a los dioses con la advertencia de que no los mires a los ojos, de que no hables en su presencia. Todas las advertencias te parecen inútiles. Los dioses son gentiles y te hacen obsequios: te dan gracia y hermosura, flores y afeites, te enseñan a tejer y a tocar la cítara. Al terminar el día, tienes los brazos llenos de tantos presentes que piensas que en una vida no hay tiempo suficiente para disfrutarlos.

De regreso en el taller, Hefesto continúa con tu educación y descubres que la existencia tiene más noes que síes, pero eres astuta y aprendes a encontrar resquicios entre los noes. Te das cuenta de que un “Pandora, niña, no te asomes” cuando estás abriendo la puerta de la calle no se aplica a las ventanas de la casa. Así que pasas las tardes sentada en el alféizar de la ventana, contemplando un mar que refulge tanto que parece blanco. 

Una mañana Hefesto te informa de que te ha entregado en matrimonio a Epimeteo. Es un hombre grande, peludo y, a tu parecer, un tanto simple. 

—Pandora, niña, no protestes —te dice.

En casa de tu marido las noches son eternas y los días solitarios. Cuando te cansas de ejercitar los dones que los dioses te entregaron vagas por la casa. Así es como das con la puerta cerrada al fondo del gineceo, oculta por un tapiz. Repasas tus enseñanzas y, aunque recuerdas un “Pandora niña, no toques” y un “Pandora, niña, deja eso”, no recuerdas un “Pandora, niña, no abras".

La habitación está en sombras. Con la ayuda de un cabo de vela te adentras. Está vacía a excepción de una pequeña caja de madera labrada con hojas de parra y granadas. Curiosa, la abres.

Por un instante tienes la sensación de que algo se escapa. Demasiado escurridizo para verlo, demasiado volátil para tener forma. Bajas la tapa con rapidez. Te invade una sensación de pérdida, como una nota que se pierde en una melodía, o un latido que se salta un corazón anciano. 

Pero te han dicho que no imagines cosas, así que dejas la caja donde estaba y apagas el cabo de la vela. 

Así de sencillo, sales y cierras la puerta sin pensarlo. Y cuando te das cuenta de lo que has hecho es demasiado tarde. 

 

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