Cronomanía
El primer despertador no suena y pierdo diez minutos preciosos hasta que suena el segundo. Me visto sin prestar atención; el desayuno se reduce a medio vaso de leche y el maquillaje queda descartado. Al abrir la cancela del jardín, la verja choca con una tortuga. Vuelve su cuello arrugado, curiosa, y, como una tonta, le devuelvo la mirada perdiendo otros segundos que no me puedo permitir. Me escurro como puedo por la puerta medio abierta y salgo a la calle.
Todavía es de noche. Por supuesto, hay gente; por mucho que me esfuerce siempre hay quien madruga más que yo. Tomo nota mental para programar una tercera alarma entre la primera y la segunda y echo a andar a paso vivo hacia el tranvía.
Un hombre permanece inmóvil en mitad de la acera. Al pasar a su lado compruebo que no está inmóvil. Es un barrendero. Con una escoba. Y está dedicando toda su atención a una única baldosa.
Alzaría las cejas ante lo arcaico de la imagen, pero el tiempo se me echa encima. Corro más que camino y llego al tranvía con un margen de tres minutos. Respiro tranquila.
En la parada, tres hombres vestidos con traje gris, instruyen a una mujer acerca de las bondades del Programa «Cronomanía».
—¿Sabe cuántas horas se pierden al día en una ciudad como esta? Cientos, miles, decenas de miles de horas desperdiciadas—. dice uno de ellos.
—Un crimen social—añade su compañero—. Una irresponsabilidad ante una crisis como esta.
—Es tarea de todos ser lo más productivos, lo más eficientes posibles. Y el Programa “Cronomanía lo hace posible con un mínimo coste para el país y una ínfima molestia para el ciudadano. Sólo es preciso que nos autorice a realizarle una incisión que podemos hacer aquí mismo y podrá decir que está colaborando para superar esta recesión.
El tranvía llega y la mujer se sube con las manos llenas de panfletos.
—Panda de tarados— murmura.
Procuro sentarme lejos.
Me uní al programa hace cuatro meses. Los hombres de gris tienen razón. Ahorrar tiempo se ha convertido en la única manera de salir de esta crisis. Y la incisión es mínima. No mayor que el pinchazo de una aguja en la cara interior de la muñeca. Sirve para introducir un dispositivo del tamaño de un grano de polen.
Es fascinante ver cómo el dispositivo se despliega en una red de zarcillos que crecen a medida que uno consigue ahorrar minutos.
Esteban sube en la siguiente parada. No paga su billete. Es uno de los privilegios de los ahorradores de tiempo cuando alcanzan el nivel de excelsos. Un viajero le cede su sitio con deferencia. Esteban me sonríe, todo ojos y pómulos y dientes. Hace tres semanas que dejó de ingerir alimentos sólidos y se mantiene sólo con batidos de proteínas. El ahorro de tiempo que le ha supuesto ha hecho que sus zarcillos se extiendan por el brazo, trepen por el pecho y se le enraícen en la nuca.
Por mucho que me esfuerce, los míos no pasan del antebrazo.
Durante la mañana me resarzo del mal comienzo del día y consigo sacar en dos horas el trabajo que normalmente me llevaría cuatro. Me planteo no pararme a comer, pero el estómago me ruge y cuando tengo hambre me desconcentro. Esteban no paga por su comida, es otro de sus privilegios, pero tampoco se la come, así que me la regala cuando mi estómago protesta con tanta fuerza que se escucha en toda la oficina. Para compensar mi debilidad engullo la comida en la mitad de tiempo del que normalmente le dedico.
Al salir del trabajo ayudo a Esteban a llegar hasta el tranvía.
—He dejado los batidos —me confiesa—. Tenían demasiada sustancia. Ahora me estoy inyectando directamente suero. No sabes la cantidad de tiempo que ahorra para todo, incluso para ir al baño.
Llego a casa desanimada. Mi zarcillo no ha crecido ni un milímetro hoy.
—Torpe, débil —me digo con cada paso.
El barrendero de la mañana me contempla con lástima. Le devuelto la mirada y la lástima. Yo he tenido un día intensamente productivo mientras que él apenas ha avanzado unas cuantas baldosas.
La misma tortuga que había en la cancela me estorba la entrada. La retiro con el pie. Tengo cinco minutos para una ducha rápida, otros cinco para recoger un poco la casa y quince destinados a la cena.
Al día siguiente me levanto con el primer despertador. La tortuga ha vuelto al camino de la entrada durante la noche. Alza una pata con una lentitud dolorosa y hasta que no la posa en el suelo, no levanta la siguiente. El tiempo se eterniza en cada paso y entre cada eternidad, apenas avanza unos centímetros. Igual que hizo el día anterior, vuelve su cuello arrugado para mirarme con esos ojos de reptil y yo, sin pretenderlo, me acomodo a su paso. Tengo la ridícula sensación de estar siguiéndola y de que eso la hace feliz. La sorteo y corro calle abajo. Consigo llegar a la oficina antes de la hora y mi implante me premia con un zarcillo que trepa más allá del codo.
Esteban está ya trabajando en su silla. El contador de su mesa indica que lleva ya tres horas de afanosa labor.
—He prescindido del suero —me dice —. Se me ha caído la vía durmiendo y no soportaba la idea de perder tiempo buscando otra.
Hoy, sí, prescindo de la comida. Ignoro el hambre y me concentro en evitar errores y a la hora de salir permanezco en mi silla hasta que Esteban se levanta.
Más que caminar juntos, lo llevo en volandas hasta el tranvía. Tiene los ojos vidriosos y sobre la piel grisácea destaca la red de zarcillos. Los pasajeros nos abren paso pero antes de poder llegar a un asiento Esteban sufre un espasmo y cae al suelo. Los pasajeros contienen el aliento.
Entre los zarcillos que le recorren el brazo se forma un capullo del que brota una azalea. Como todas las flores de tiempo es preciosa, perfecta y efímera. Casi con la misma rapidez con la que ha surgido, se marchita. La piel de Esteban se deshace en escamas y al instante brota otra flor un poco más arriba, y otra. Nenúfares, prímulas, campanillas, caléndulas… Un jardín nace y muere ante nuestros ojos. Y luego nace y muere otra vez. El suelo del tranvía se llena de pétalos de piel y los pasajeros rompen a aplaudir. Nos detenemos en la siguiente parada para que los hombres de gris puedan hacerse cargo de él. Se lo llevan en camilla; tiene la sonrisa lánguida y la mirada alucinada, fija en algo que ninguno de los demás podemos ver.
Llego a casa terriblemente tarde. El barrendero me dirige un saludo que no respondo. La tortuga apenas ha recorrido unos metros más en mi jardín. La aparto de un puntapié. Queda boca arriba, pateando, incapaz de darse la vuelta.
Tengo quince minutos para la cena. Puedo reducirlos a siete.
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