Cura contra el aburrimiento
Carlota tiene cuatro años y dolor de oídos. Lleva dos semanas sin poder salir a la calle; se ha perdido dos clases de natación en el polideportivo del barrio y dos martes de cuentos en el colegio. Ha leído todos sus cuentos tantas veces que se los sabe de memoria, ha descabezado dos muñecas, una suya y otra de su hermana y ha desgastado todos los rotuladores. A estas alturas tiene clarísimo que estar enferma es muy, muy aburrido.
Su padre, para darle algo con lo que entretenerse, le da el frasco de gotas para los oídos, ya vacío.
Es el mejor juguete del mundo.
Lo ha rellenado con leche, zumo de naranja, chocolate y detergente para la lavadora y lo ha vaciado, a veces contando las gotas hasta llegar a cien, a veces apretando con fuerza el gotero para salpicar a su hermana.
Su hermana piensa que ya es mayor, porque lee libros sin dibujos, pero cuando Carlota la sorprende con las pociones de su frasco de gotas para los oídos chilla y llora como una niña pequeña y va corriendo a buscar refugio en sus padres. Al final su padre tira el bote a la basura y la envía castigada a su cuarto.
Ahora Carlota está enfadada y aburrida. Arroja al suelo los libros de la estantería y le da una patada a la muñeca sin cabeza. Apaga la luz y se mete en la cama y se queda muy quieta, iluminada sólo por la luz de la luna que se cuela por la ventana de la habitación.
Ha estado lloviendo todo el día. Ni siquiera le han dejado salir a pisar los charcos y eso que ha prometido que se abrigaría bien las orejas. Carlota se calza las botas de agua, se pone el chubasquero rojo y las orejeras y se mete en el bolsillo el bote de gotas para las orejas que ha rescatado del cubo de la basura.
Es fácil trepar a la ventana y dejarse caer al otro lado. Cruza el jardín y sale a la calle. Pisa el primer charco con cuidado. El reflejo de la luna en el agua se rompe en pequeñas hondas y Carlota tiene una idea. Sale del charco, espera a que el agua se calme y con la pipeta recoge la luz de la luna. Cuando tiene el bote lleno se acerca a una farola. El agua está sucia, sin rastro del bonito tono plateado que reluce en el charco.
Prueba con el siguiente charco a recoger luz de luna sin éxito, y con un tercero. Pasa por alto los charcos cuarto y quinto, porque sólo reflejan la luz de las farolas. En el sexto charco, al final de la calle, se lo piensa un poco. La luz roja del semáforo se mezcla con la luz de la luna y le gusta el efecto, pero lo que ella quiere es luz plateada, así que sigue recorriendo calles, una tras otra, de charco en charco, hasta llegar al parque.
Allí cae en la cuenta. En el parque hay un jardín botánico, y en el jardín botánico, un estanque de patos. El guardián de los patos es un señor gruñón, con un bigote que parece el lomo de un erizo. Siempre que se acercan al estanque las espanta a gritos, armado con un rastrillo. Pero ahora es de noche y el parque está vacío.
Carlota corre hasta la reja del jardín botánico, se escurre entre dos barrotes y cruza entre los sauces llorones hasta llegar al estanque. Los patos están dormidos, acurrucados en grupos de dos o tres en la orilla, con la cabeza metida bajo el ala. La luna reluce gorda y feliz en el estanque y el agua está tan inmóvil que parece sólida.
Carlota se quita las botas de agua, el impermeable y las orejeras y armada con su bote de gotas para los oídos se mete en el agua. Primero piensa que está muy fría, porque se le pone la carne de gallina hasta el cuello; luego piensa que nadar no es tan complicado y que hermana exageró cuando llegó llorando a casa el primer día de su clase de natación. Nadar es fácil. Las membranas que le han salido entre los dedos de los pies le ayudan a flotar y el frío se le pasa enseguida gracias al plumón que le despunta en los costados. Avanza hacia la luna y cuando llega ya no recuerda por qué tiene un gotero en la mano; ni siquiera recuerda para qué sirve una mano. El ala que termina de formarse es mucho más útil.
Los patos del estanque despiertan y lanzan un coro de graznidos. El guardián de los patos, que duerme en una caseta junto al nogal, llega corriendo, descalzo y en pijama, con el pelo de punta.
—Ya, ya. ¿Se puede saber qué os pasa esta noche? —pasmado, contempla al patito tripón y satisfecho que patalea a la luz del la luz de la luna—¡Ay, no!— recoge del suelo las botas de agua las contempla con espanto—. No, no, no. Niños bobos. ¿No veis que nunca se deja coger?
Con la ayuda de una redecilla de mango largo, pesca a Carlota del estanque. Se la acerca a la punta de la nariz y le peina con cuidado las plumas de la cabeza.
—¡Qué desastre! —Carlota grazna—. Lo primero es darte de comer. Luego pensaremos el resto. ¿Qué te parecen unas lombrices gordas? ¿Y algo de pan seco?
Carlota se acurruca en la manaza de guardián de patos. Seguro que comer lombrices es asqueroso. No puede esperar a enseñárselo a su hermana.
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