Los pasos de alguien honrado
El autobús me ha dejado en mitad de la noche en una calle cualquiera. El suelo está encharcado y una llovizna suave, resto de una tormenta no muy lejana, se empeña en calarme poco a poco. Cojo una bocanada de aire, frío, húmedo, y dejo que mis pasos me guíen hasta una taberna, no muy lejos de allí.
Entro arrastrando los pies, me dirijo a la barra y trepo a una banqueta. El paseo desde el autobús ha sido corto, pero ha sido suficiente para que la planta de los pies me escueza.
La camarera se acerca en cuanto me ve.
—DIme qué te pongo, bonita.
Pido una cerveza y un plazo de sopa muy caliente, y añado un por favor casi sin darme cuenta y una mirada tímida, creo. Estoy tan cansada que me cuesta controlar los gestos. Ella se derrite, y cuando vuelve añade una empanada de ternera y un plato con dos manzanas asadas.
Sonrío sin querer. Es lo que tiene caminar con los pasos de alguien honrado, que la gente se fía. Y todo en mi le grita que soy de fiar.
La cerveza me calma la sed y la sopa, el desasosiego. La empanada cede al cuchillo y se rompe en infinitas capas de hojaldre que dejan escapar una carga de carne, guisantes y zanahorias.
Ya con el estómago lleno, me relajo y echo una mirada alrededor. Es un local pequeño, con las paredes forradas de madera y una chimenea encendida para espantar el frío de noviembre, un sitio de esos en los que la gente se llama por su nombre y en los que los camareros se preocupan si alguien no aparece a su hora. En el centro del local, varias parejas bailan al ritmo de una gramola; todos sus discos pasaron de moda hace unos años, pero a nadie parece importarle. Giran y se contonean y entre las parejas, una joven se mueve con tanta gracilidad que su pareja parece un tocón de madera desamparado. La observo un rato. Es lo que mis padres hubieran llamado “una jovencita saludable”: mirada limpia, pelo brillante y risueña. Gira y gira y rompe a reír y su compañero se sonroja hasta parecer una granada madura.
Le doy un bocado a una de las manzanas asadas y descubro con placer que está llena de pasas borrachas. La chica engarza unos cuantos giros más y me da por pensar que hace mucho tiempo que no bailo. También hace mucho tiempo que no río. Sé como se hace, pero no lo hago.
A estas alturas los pies me escuecen tanto, que los noto latir, pero es impensable descalzarse aquí, delante de todo el mundo. La camarera se acerca con un pedazo de tarta bien cubierto de nata montada y una taza del café caliente y cuando creo que si sigo comiendo no seré capaz de levantarme de la silla, la gramola se atasca con un crujido y la música se detiene. Algo que sucede, con frecuencia, a juzgar por las risas y los aplausos sueltos de la clientela. La bailarina se dirige a los aseos, dejando atrás a su pareja, que ahora es la viva imagen del anhelo.
No me lo pienso. La sigo.
La chica se está refrescando las sienes con un pañuelito mojado, algo muy femenino a lo que nunca le ha visto utilidad, la verdad.
Yo también tengo un pañuelo, pero el mío es más útil. Se lo aplico contra la nariz. Normalmente no tienen tiempo de resistirse, pero esta chicha forcejea más de lo esperado. Se golpea contra el cristal y luego contra el lavamanos; finalmente, cae al suelo, desprovista de toda gracia. Se le han salido los zapatos y compruebo que las plantas de los pies son sonrosadas y acolchadas. Plantas de bailarina feliz.
El baño está hecho una pena, pero eso es inevitable. La sangre es siempre escandalosa y es tan mala de limpiar que ni siquiera lo intento.
Me quito las botas y los calcetines y compruebo mis propias plantas. Las huellas honradas son exasperantes, se estropean enseguida en cuanto las separas de su dueño. Estas están arrugadas, deshilachadas y rotas en muchos sitios y eso que no hace ni unas horas que las conseguí. Se desprenden gustosas cuando termino de retirarlas con el pañuelo de la joven y con ellas desaparece el escozor y el ardor. Contemplo mis propias huellas, ahora bien visibles; huellas de ladrona, de mentirosa, de embustera.
Del bolsillo de la gabardina saco un pelador de patatas. Un prodigio de herramienta. Todavía recuerdo con sonrojo los desastres que organizaba hasta que lo descubrí.
Las huellas de la bailarina se desprenden con facilidad. La chica protesta, todavía aturdida.
—No exageres. No es peor que cuando apuras demasiado al cortarte una uña. Cojearás un par de días, eso es todo.
Las huellas, huérfanas de dueña, se adhieren con facilidad a mis pies. Flexiono los dedos y giro los tobillos para asegurarme de que no se van a desprender y me calzo otra vez. Me quedo apoyada contra la puerta unos segundos para acostumbrarme al nuevo ritmo del pulso. Es desconocido, pero no desagradable. La gramola vuelve a funcionar y noto el empuje de la música, subiendo desde las plantada de los pies, golpeando el pecho. Me entran ganas de reír. Extiendo los brazos y bailo.
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