Rajá


Lo encontré en un mercadillo navideño, entre puestos que vendían pastorcillos, espumillón y gofres con nutella. Bajo una lámpara que irradiaba calor una veintena de pollitos teñidos de colores piaban con desespero y, entre ellos, mirándolo todo con los ojos muy abiertos había un conejito.
Era un criatura preciosa, de un bonito rosa pálido, esponjoso como un diente de león y con unas orejas tan largas como todo su cuerpo. El dueño del puesto, que tenía los ojos vivos de una rapaz, me lo puso en las manos. Olía a hierba limón.
Aunque sabía que crecería, y que el tinte rosa se terminaría yendo, pagué lo que me pidió y me fui de allí sintiéndome a la vez tonta y feliz. El conejito se rebulló desesperado cuando intenté meterlo en el bolsillo de mi abrigo, así que me lo lleve sentado en la palma de las manos, tieso como un rajá a lomos de su elefante, olfateando el mundo con un hociquillo nervioso. 
Esa primera noche Rajá durmió en una caja de zapatos, en un nido que le hice con una camiseta vieja. A la mañana siguiente me preparé un café y me senté delante del ordenador, con Rajá encima de mi hombro, buscando información sobre la crianza de conejos en una casa de una sola planta con un jardín diminuto. A eso le siguió una visita al veterinario, tres inyecciones, una caja de pipetas contra las pulgas, un arnés diminuto con su correa y la solemne promesa de no volver a entrar en el veterinario hasta que mi cuenta corriente se hubiera recuperado. 
—Crecerá rápido —me advirtió. 
Y tenía razón. Pasada la primera semana, tuve que cambiar la caja de zapatos por una jaula más amplia y a los quince días un vecino me dejó el transportin de su perro pastor. Al mes tuve que instalar una caseta de perro en el jardín y hace una semana monté una caseta de esas que sirven para guardar herramientas. 
Me lo podía haber ahorrado todo, la verdad. El sitio preferido de Rajá es a mi lado. En cuanto entro en casa se acerca dando saltos por el pasillo golpeando todos los cuadros, se abalanza sobre mí y mueve el hocico reclamando mimos y yo, que soy una blanda, cedo. Le rasco detrás de esas orejas inmensas que ahora ya le llegan al suelo; él, de puro gusto, patea con fuerza el suelo, y las tazas y los platos tintinean en las estanterías, y los libros se caen al suelo. 
Sigue teniendo un bonito pelaje rosa, quizá de un tono algo más intenso. A los niños del barrio les encanta recoger los mechones que deja en sus paseos. 
Al caer la noche vamos al parque para que pueda escarbar madrigueras a gusto. Buscando en internet encontré un arnés del tamaño adecuado, de color amarillo mostaza. Rajá se exhibe orgulloso, cosechando mimos de los paseadores de perros. Araña la tierra y mordisquea la corteza de los árboles y el olor a tierra removida y a savia se mezcla con su particular olor a limón. 
He tenido que hacer algunos ajustes, por supuesto. Como todos los conejos, Rajá es nocturno, activo y curioso, así que además del paseo, al llegar a casa jugamos durante un par de horas más. Luego le limpio las patas y los oídos con una toalla grande y lo cepillo con un rastrillo para quitar todo el pelo muerto. El pienso lo compro por kilos directamente de la fábrica y mi hermano me trae los palés que ya no les son útiles en la fábrica para que Rajá pueda mordisquearlos e ir desgastando los dientes. 
El veterinario lo midió en nuestra última visita y, desde lo alto de la escalerilla, me dijo que nunca había visto un conejo tan bien cuidado. 
Es cierto que cuidar de Rajá es exigente pero no lo cambiaría por nada del mundo. Aunque tengo que confesar que últimamente estoy un poco preocupada. Se acerca la Pascua y Rajá ha estado poniendo huevos de colores en el jardín. Los esconde entre los rosales, los arropa con guedejas de pelo rosa y los olfatea con cuidado. Luego, me mira indeciso. 
He tanteado a mi familia y a mis amigos, pero no parecen muy dispuestos a adoptar conejitos de colores, así que he empezado a buscar una casa más grande. Quizá en el campo, con un terreno donde un conejo, o una docena de conejos de colores, puedan disfrutar a sus anchas. La verdad, es que tengo curiosidad por saber de qué color serán los conejitos y a qué olerán.
Mi hermano me dice que estoy mal de la cabeza, que lo que tendría que hacer es deshacerme de  Rajá y de todos esos huevos y que soy una irresponsable. ¡Qué sabrá el, si el otro día llegó del mercado con una tortuga con el caparazón de jade!

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