Crónicas del verano. Bregar con el calor y fracasar miserablemente.

 Heme aquí, dos semanas después, bregando con el calor. 

¿Qué he hecho este tiempo?

He sentado sentada junto al aire acondicionado susurrándole palabras de ánimo. Y he abrazado al ventilador. Al más puro estilo Marie Kondo, doy gracias porque su existencia hace posible mi cordura durante estas olas interminables de calor en que se han convertido los veranos. 

Y hago lo que puedo por adaptarme. Llevo conmigo el abanico, la sombrilla y el protector solar, como si me fuera a la piscina y no al supermercado. Me esfuerzo por beber líquidos, aunque como no soy mucho de beber agua por beber los coloreo con infusiones de piña y de frambuesa. Así parecen otra cosa. Duermo con la ventana abierta. Llevo sandalias. Como fresquito.

Funcionar, funciona a medias. El calor me gana, me agota como si durante las tardes hiciera algo en lugar de nada, que es lo que realmente hago. A las nueve de la noche me duele todo y a las nueve y media me caigo de sueño, así que mando a paseo el amor propio, reconozco la derrota y me voy a dormir. 

Con este huso horario desquiciado que dicta nuestros días, reminiscencia de la Segunda Guerra Mundial y aderezado con las aspiraciones ahorrativas de energía de Europa, me voy a dormir cuando todavía es de día y me despierto en cuanto amanece. Así que desde hace semanas tengo la sensación de que no existe la noche. Vivo en una especie de día continuo, inacabable, al más puro estilo noruego, pero sin el fresquito del norte. 

¿Lo bueno de este tiempo? La ropa seca enseguida. Y los granizados de frambuesa. Y ya. 



(Nada que ver con la realidad, pero muchísimo más estiloso)


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