El último de la lista
La vida de Zacarías Zurita Zuzón era mucho mejor desde que tenía un despertador.
Había resultado ser un hombre de rutinas.
De lunes a viernes se levantaba a las seis y media de la mañana. Se aseaba en el barreño, se preparaba un café con la ayuda de un hornillo de camping y se comía exactamente siete galletas y media con mermelada. Después bajaba a la calle mordisqueando la última media y dedicaba el día a lo que él llamaba sus «pequeñas tareas de mantenimiento»: una visita rápida al supermercado para reponer latas y legumbres y agua embotellada, otra a alguna droguería para hacerse con unas cuantas pilas o una parada rápida en una farmacia para sus suplementos de vitaminas. De vez en cuando, tenía que ir un poco más lejos. Entonces metía unas cuantas barritas energéticas en la mochila, cogía una bicicleta y pedaleaba hasta uno de los grandes centros comerciales que había a las afueras de la ciudad: clavos y cinta adhesiva, mantas, herramientas, máscaras antigás… Lo cargaba todo en el carrito y volvía pedaleando antes de que cayera la noche.
Cuando la noche le pillaba en la calle siempre se sentía miserable.
No era bueno sentirse miserable.
Las tardes las dedicaba a la lectura y al estudio. De tres a cuatro, novelas de aventuras, porque todavía tenía encima la modorra de la siestas. A partir de las cuatro y media, y hasta las siete, se dedicaba al estudio de las religiones. Primero se había centrado en el cristianismo, el judaísmo y el islam. Era fácil encontrar material de lectura y había iglesias, sinagogas y mezquitas cerca de su casa. Tras tantear algunas de las corrientes más ortodoxas, había optado por cambiar de aires. El budismo y el hinduismo lo tuvieron entretenido durante dos meses. Luego, encontró una enciclopedia de mitología grecorromana y anduvo semanas perdido por los antiguos panteones. Las religiones neopaganas, con su culto a las estaciones, le parecieron útiles en su situación actual, por lo que acumuló todo el material que pudo encontrar; además, fue divertido bailar desnudo a la luz de la luna llena. En la actualidad, estaba explorando los caminos del sintoísmo.
Los sábados y los domingos, se ponía un buen traje y unos zapatos elegantes, de piel blanda y suave, que había tenido la fortuna de encontrar, y se encaminaba a una iglesia, una mezquita, una sinagoga o un templo, a poner en práctica lo que había aprendido durante la semana.
¡Quién le hubiera dicho hace tan solo medio año que él, que nunca se había preguntado si existía un dios, dedicaría ahora todo el tiempo que le quedaba libre a su búsqueda!
Algunos días no se levantaba de la cama cuando sonaba el despertador. Eran sus días malos. Y nunca venían solos. A un día malo lo seguía otro, y otro, y otro más. Si no tenía cuidado se ensartaban en un collar de semanas perdidas. Por eso procuraba salir de la cama al primer toque del despertador. Rodaba, si era necesario, para caer al suelo, se levantaba y tachaba un día más del calendario.
Hoy el calendario le dio los buenos días con un veintisiete, martes. Los veintisiete nunca eran buenos. Los veintisiete se permitía saltarse su rutina.
Se aseó con esmero, se engominó el pelo, se comió sus siete galletas y media y se calzó sus zapatos de piel blanda. En la calle, enganchó el carrito a la bicicleta, desplegó el mapa y comprobó la dirección del templo sintoísta. Calculó que el trayecto le llevaría unas dos horas de pedaleo ligero. Dejó atrás los barrios conocidos y redujo la velocidad cuando comenzó a transitar por calles nuevas. Por el camino fue haciendo paradas; delante de una tienda de ultramarinos sacó de su carrito guantes de látex, una máscara antigás y botas de agua y, bien pertrechado, rescató de entre los restos de comida podrida unos cuantos briks de zumo, latas de fiambre, y varias bolsas de patatas fritas. En una tienda new age se hizo con varias varillas de incienso y velas aromáticas. Dio una vuelta por unos grandes almacenes y encontró en una trastienda, restos de la ropa de invierno de la temporada anterior. No se la llevó, pero marcó en su mapa con una cruz roja la ubicación. Al atravesar un parque vio en el centro de un sendero dos pares de botas, de aspecto recio. Ignoró los zapatos de charol más pequeños que había al lado. Se probó las botas, flexionó los dedos, se balanceó y, satisfecho, las cargó en su carrito. Con un cuarenta y siete de pie no le resultaba fácil encontrar calzado de su número.
Una hora más tarde de lo que había previsto llegó al templo. Tenía el mismo aspecto que las ilustraciones de sus libros. De no haber estudiado tanto habría pensado que se trataba de un parque privado. Dejó la bicicleta junto al torii que marcaba la entrada y atravesó el camino de acceso al recito principal. Realizó sus abluciones, saludó a los dragones que guardaban la entrada y que ahora sabía que se llaman komainu y entró en la capilla. Sorteó con cuidado una veintena de zapatillas y zapatos, encendió las varillas de incienso y unas cuantas velas, sacó su libro y sus apuntes y, con cuidado, realizó el ritual que había aprendido.
Hizo lo que hacía siempre, todos los sábados y los domingos desde hacía seis meses. Imploró perdón, pidió guía y consuelo, rogó por que le fuera enviada sabiduría y, al finalizar, esperó unos instantes, respirando, a que sucediera algo. Cuando abrió los ojos, igual que un niño pequeño, sollozó que estaba harto de estar solo.
Porque desde las nueve y cuarto de la noche del veintisiete de mayo de ese año estaba solo.
Porque cuando todos los demás habitantes de la ciudad y, por lo que sabía, del país, del continente y del mundo habían ascendido a los cielos, dejando tras de sí únicamente sus zapatos, el se había quedado anclado a la tierra sin mas consuelo que perseguir una fe, la que fuera, que le reuniera con alguien, con quien fuera.
Mientras recogía sus libros y sus notas, apagaba las velas y revisaba los zapatos en busca de algún par del número cuarenta y cinco, pensó, no por primera vez, que quizá se estaba complicando demasiado. Quizá la respuesta era mucho más sencilla. Quizá simplemente todo el mundo había ascendido al cielo por orden alfabético y el llamarse Zacarías Zurita Zuzón no le había hecho ningún favor. Quizá cuando llegó su momento de ascender, el cielo simplemente ya estaba lleno.
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