Mañanas con T.

Todas las mañanas sacó a T. a pasear. O él me saca a mí. Es algo que todavía estamos decidiendo. 
Suena el despertador. 
Yo me levanto de la cama y me arrastro hasta la cocina a hacerle zalamerias a la cafetera y a decirle palabras dulces a la tostadora. 
T. salta a la cama y se enrosca junto a las almohadas. Le da lo mismo que encienda la radio, que haga entrechocar los platos o que corra el agua en la ducha. Él sigue durmiendo, inmóvil como una almohada más.
Hasta que no me visto y digo las palabras mágicas "Vamos", T. no se despeja. Se convierte, entonces en una bola nerviosa, todo patas, orejas y ladridos. 
Lo primero que hacemos al salir a la calle es reclamar lo nuestro. La señal de prohibido el paso es nuestra. El matojo de malas hierbas junto al contenedor, también. Tristán lo marca todo concienzudamente y luego se dirige al parque en busca del gato atigrado que duerme al pie de las escaleras en invierno y sobre el poyete en verano. 
Bufidos de buenos días. Gruñidos desde el fondo de la garganta en respuesta.
Seguimos el paseo sin prisas. Las calles son sólo nuestras, así que nadie nos disputa las esquinas ni los árboles. Si no me he quedado dormida, paseamos sin prisas. Si he remoloneado más de la cuenta miro el reloj, me impaciento, T. decide sentarse en el suelo y yo lo cojo en brazos para desandar el último trozo hasta casa .
En casa toca revisión en busca de briznas de hierbas, semillas y, a veces, alguna pulga impertinente, alguna garrapata odiosa que cazo con saña. 
Luego T. vuelve a la cama y se acomoda de nuevo junto a las almohadas para dormir lo que le queda de mañana.
Yo me voy al trabajo arrastrando el sueño.

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