Dos días de nieve.


Si tenemos en cuenta que he pasado la vida a caballo entre Mallorca, donde llueve pero no nieva, y Zaragoza, donde directamente no cae agua del cielo en ninguna de sus formas, ver nevar ha sido todo un espectáculo.
Y, de paso, he aprendido unas cuantas cosas.
El que ya las conozca puede saltarse esta entrada. El que no, sea bienvenido al maravilloso mundo de la nieve visto por una urbanita.
Primero, para que nieve no tiene que hacer frío. No demasiado, al menos. Esa era mi primera idea preconcebida. Resulta que cualquier temperatura por debajo de cero grados hace que hiele, no que nieve. 
Segundo, es perfectamente posible que la tarde anterior a una nevada de órdago sea soleada. Según la gente de aquí, de hecho es normal. 
Tercero, pisar la nieve recién caída da pena, porque se estropea la visión de un edredón blanco cubriendo las calles, pero es muy gratificante. Y divertido. T. se ha revolcado hasta convertirse en una croqueta de nieve y pelo, y yo me he hundido hasta media pierna al tiempo que sonreía como una tonta.
Cuarto, un pueblo nevado durante el día no tiene el aspecto mortecino propio de una tarde de tormenta. Las calles rebosan de niños que más que tirarse bolas de nieve se apedrean con ellas y la luz se refleja en la nieva. De hecho, entra tanta luz por la ventana que mi salón refulge. 
Y ahora, los aspectos prácticos. 
Si tenemos en cuenta que nevó la noche del jueves al viernes, la cronología de los hechos ha sido la siguiente: 
Viernes por la mañana: nieve esponjosa en el suelo, en los cables de la luz y sobre los coches. Para hacer una bola de nieve sólo había que coger un puñado. Se suspendió el colegio, la circulación y hasta se fue la señal de televisión y  la mitad de las ramas del parque cedieron por el peso de la nieve. Y más que nevar, parecía que caía plumón.
Viernes al medio día: la nieve esponjosa se ha empezado a deshelar. T. y yo chapoteamos durante nuestro paseo y llegamos  casa empapados. Aún así, los montones de nieve se conservan esponjosos y me sigo hundiendo en ellos.
Viernes noche: empieza a helar. Siguiendo los consejos de los lugareños desoigo al instinto que me dice que pise donde se ve el asfalto y camino sobre la nieve. Doy fe de que tienen razón. El asfalto patina. La nieve es más segura. Aún así, tengo la impresión de que está indecisa, no sabe si deshelarse o terminar de congelarse; parece que estoy caminando sobre un granizado.
Sábado por la mañana: la nieve se ha convertido en hielo. Sobre el asfalto se ha formado una capa de hielo gris de dos dedos de grosor que cruje bajo el peso de T. Yo camino por la nieve y compruebo que aunque tenga todavía apariencia de nieve de postal (blanca y esponjosa) es hielo. Es una sensación extraña caminar sobre un montón de treinta centímetros de lo que parece nieve y no hundirte. Supongo que caminar sobre las aguas debe ser parecido. 
De momento T. y yo estamos refugiados en casa. Los osados que se han atrevido a coger el coche avanzan entre patinazos y arranques de motor. Los pasos de la gente hacen que cruja el hielo y dejan escuchar los resbalones. 
Creo que este será un fin de semana de libros, internet, café y té.

Comentarios

Entradas populares