Ternera y salfumán.

A los perros les gusta escarbar. También les gustan los gatos y comer hierba. Por eso, cuando Martina baja al parque de madrugada con la fiambrera llena de albóndigas de ternera y salfumán, también lleva consigo una bolsa de arena de la caja de Fermín y la palita de trasplantar. Hace un agujero pequeño, esconde una albóndiga, lo tapa y lo espolvorea con arena.
No le lleva más de media hora sembrar el parque.
Y luego regresa a casa con Fermín, al que ha dejado acurrucado en el sillón que fue de Fermín, su marido, no hace mucho.
Todavía se emociona cuando piensa en su primer Fermín. Fue él quien la sacó a bailar por primera vez. También la sacó del pueblo y, en los años impares, la sacaba del país, para que pudieran ver juntos el mundo.
La primera noche sin Fermín creyó que se ahogaba. Tuvo que levantarse y abrir la ventana y allí, sobre del tejadillo, vio un gato. Un cachorro recién nacido, sólo piel y arrugas.
El gato maulló.
Y fue exactamente el mismo ruido que hacía Fermín cuando se desperezaba por las mañanas. Y cuando no conseguía pasarse los calcetines. O cuando, ya en los últimos años, se le caía el mando del televisor al suelo.
—¿Fermín? —le preguntó al gato.
Y el gato maulló de nuevo.
Lo recogió. Le dio de beber y lo dejó sobre la cama. El gato se arrastró hasta el lado derecho de la cama y allí se enroscó, igual que hacía Fermín.
Durante los días siguientes, Martina se convenció de que el gato era Fermín reencarnado.
A su primer Fermín no le gustaba la leche sin azúcar.
Tampoco al gato.
A su primer Fermín no le gustaba pisar las baldosas desnudas a primera hora de la mañana.
Tampoco al gato.
A su primer Fermín no le gustaban los perros.
Tampoco al gato.



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