Aniceto.



Aniceto entró en la clínica arrastrando los pies. De todas las visitas médicas, la que más detestaba era la visita al veterinario. 

Dejó atrás la puerta que tenía pegadas con vinilo la leyenda “Animales de compañía, exóticos y asimilados” y esperó detrás de la chica que pedía cita para su maltés. 

—¿Nombre de la mascota? —le estaba preguntando la auxiliar. 

—Lola —respondió la chica mirando con cariño a la bola de pelo blanca que olfateaba el mostrador. 

—¿Tu apellido?

—Giménez. 

—¿Qué le ocurre?

—Me enviaron una carta porque le tienen que poner unas vacunas. 

La auxiliar de clínica hizo una rápida anotación. 

—La revisión anual. El doctor saldrá en seguida. Espera por ahí. 

La chica cogió a la maltesa en brazos y se dirigió al grupo de sillas que formaban la salita de espera. 

Aniceto arrastró los pies hasta el mostrador. 

—Hola, Cándida. 

—¡Aniceto! ¡Qué sorpresa! Espera —revolvió sus papeles hasta dar con una ficha— ¿Ya ha pasado un año?

—Ya ves. 

—¿Todo está bien?

Aniceto se encogió de hombros. 

—Dentro de lo que cabe.

—Bueno, espera un momento y el doctor te atenderá. 

Aniceto se dejó caer en una de las sillas de plástico; tenían el color amarillento del plástico viejo. Recordaba el tiempo en que habían sido nuevas, cuando la clínica abrió. De eso hacía quince años; por aquél entonces él era un veinteañero al que le gustaba salir de paseo por las montañas pese a la plaga de lobos. 

Ahora tenía quince años más, dos niños y nunca salía de la ciudad.

Estiró las piernas y se obligó a relajarse. La maltesa se acercó a olfatearlo, agachó las patas, alzó el trasero y ladró. 

—¡Lola! No molestes al señor —le reconvino la chica. 

La perrita la ignoró y se tumbó patas arriba. Aniceto se agachó y le rascó la tripa. La perrita ronroneó. 

—Es su primera visita —le explicó la chica—. Creo que por eso está tan rara. Normalmente nunca se separa de mi. Le van a poner no se qué vacunas. 

—L 4: Hepatitis, moquillo, leptospirosis y adenovirus —recitó Aniceto.

—¡Eso es! No sé cómo puede recordarlas. ¿Usted también tiene un perro? 

—Algo parecido —suspiró Aniceto.

Frente a él un gato bufaba en su caja. Dos asientos más allá, un hombre miraba desolado a su camaleón. El animal se esforzaba por mimetizarse por la pared. Oleadas de color le recorrían los flancos; cuando se serenó había conseguido ser un bulto verdoso sobre una pared amarilla. El hombre le acarició el lomo, desatando nuevas oleadas de color. Cuando el doctor lo llamó, entró casi corriendo con el animal en brazos.

Aniceto se obligó a relajarse. Inspiró y espiró varias veces, profundamente, como le había enseñado su etólogo. En el dentista funcionaba. Y también en el trabajo, cuando su jefe subía la voz más de la cuenta. Pero aquí no. La angustia de los animales dejaba en el aire un poso arenoso que podía paladear. Un escalofrío le recorrió la columna. 

La chica de la maltesa fue la siguiente en entrar. 

Aniceto tomó otra bocanada de aire. Las manos le comenzaron a temblar. Se puso en pie y se acercó al mostrador. 

—Cándida…deberías… Sólo por si acaso.

—Y que después de tantos años te lo sigas tomado tan a la tremenda. Anda, toma —le tendió un chicle —. Mastica. A mi hijo le calma. 

Aniceto se metió el chicle en la boca. Fresa y menta. Tan intenso que mató todos los olores que flotaban por la sala de espera. Cuando el doctor le llamó pudo caminar sin que le temblaran las piernas. 

—¡Aniceto! Te veo bien. Los años no pasan por ti.

—Ya ve. Alguna ventaja tenía que tener esto. 

—No te pongas trágico y ve desnudándote—el doctor sacó una correa —¿Qué tal está Encarnación? 

—Está estupenda, como siempre —respondió descalzándose. 

—¿Y los chicos? ¿Algún síntoma?

—El pequeño no duerme mucho últimamente —respondió Aniceto ya desnudo. Le enseñó el cuello al doctor, que le ató la correa y la sujetó a una argolla en la pared. 

—¿Qué edad tiene ahora? ¿Once?

—Doce —dijo Aniceto.

—Deberías traérmelo. Un análisis y saldremos de dudas antes de que la transformación le coja por sorpresa. Y, ahora, vamos allá. Como todos los años, ya lo sabes. L 4 para prevenir y luego te sacaré sangre para comprobar que los niveles del virus siguen dentro de lo normal. Cuando quieras. 

Aniceto se tragó el chicle. Respiró hondo y dejó la mente en blanco. La transformación comenzó en su espalda, que se acortó con dos chasquidos secos. Cayó al suelo sobre cuatro patas. Su visión se nubló al tiempo que su olfato se expandía. La piel le ardió cuando el pelaje del lobo creció. 

Aniceto enseñó los dientes cuando el doctor se acercó con la jeringuilla. Su gruñido se convirtió en un gañido en cuanto le clavó la aguja. Escondió el rabo entre las patas y reculó hasta la pared. 

—Ale, ya está —el doctor le aplicó una pequeña descarga eléctrica cuando terminó y Aniceto recuperó su forma habitual entre convulsiones—¿Ha sido tan malo? —preguntó el doctor soltándole la correa. 

—Prefiero mil veces el limado de colmillos —respondió recuperando su ropa.

—Bobadas. Vente el lunes que ya tendré los resultados. 

En la salita de espera dos agentes de plagas sujetaban a un joven greñudo. 

—Lo hemos cogido esta mañana —le estaban explicando a Cándida—. Se escapó de su casa hace dos semanas.

El joven lanzó un mordisco al agente que tenía más cerca. 

Cándida sacó una cerbatana del bolsillo y disparó. 

El joven se derrumbó al instante. 

—Y que todavía haya quien se atreva a salir al bosque —comentó Cándida con lástima mientras los dos agentes arrastraban al joven al interior de la consulta. 

Aniceto se marchó arrastrando los pies. Definitivamente detestaba las visitas al veterinario.

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