Una tarde de pequeñas cosas buenas.

A veces hay días que cuestan. A veces los días se convierten en semanas y las semanas en meses. Cuestan; eso es todo. Así que el viernes decido que me he ganado una tarde de pequeñas cosas buenas, de consuelos que caben en la palma de la mano. 
Salgo cuando empieza a oscurecer. Me gusta la ciudad de noche. Me gusta la oscuridad rota por las luces de las farolas, de los semáforos y de los coches. Me gusta perder la noción del tiempo. Bajo caminando al centro y en el Petit Croissant, la panadería más pequeña del mundo, me compro un croissant de mantequilla y una caracola con pasas y crema. La panadera me escoge la caracola que tiene más pasas y, cuando pago, dice un gracias que suena de verdad. Salgo una poquito más reconfortada de lo que he entrado. El croissant me lo como en el momento; la caracola me la comeré mañana, con el café, cuando vuelva de nadar. 
Compro medias de colores y calcetines. Nadie le da importancia a lo que se pone en los pies y debería. ¿Como puede algo salir mal si llevo unas medias grises con hebras plateadas o unos calcetines con unicornios? Y si algo sale mal el disgusto no es tan grande. Es como cuando tenía cinco años y el mundo era mejor simplemente porque llevaba zapatos de charol.
Subo caminando a casa desde el centro. En la esquina del Paraninfo una mujer vende castañas a tres euros la docena. 
"Un euro y medio la mitad", aclara.
Más arriba un bulldog francés pasea con el abrigo puesto. 
En la librería Cálamo compro dos libros. Grandes. De tapa dura. Más libros bonitos para mi colección de libros bonitos. 

Jane, el zorro y yo, de Isabelle Arsenault y Fanny Britt.
La línea del tiempo, un viaje ilustrado por la historia, de Peter Goes.

Dos horas. Una tarde de pequeñas cosas buenas simplemente porque sí. Porque a veces hay días que cuestan y que se convierten en semanas primero y luego en meses. 

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