Líneas Cronos


Timoteo subió al autobús con cierta desilusión. El aspecto de la Central de la Compañía de líneas Cronos, todo blanco y metal, rebosante de luz, le había hecho pensar que sus autobuses serían parecidos. Sin embargo, el vehículo que se detuvo en la marquesina estaba gastado y venía rodeado de una espesa nube de humo negro. 
Por dentro no mejoraba mucho. La tapicería de los asientos estaba raída y las ventanas llenas de arañazos. Incluso el conductor tenía un aire agotado. 
Timoteo validó su billete sin tener muy claro que la máquina fuera a funcionar. Lo hizo, con un pitido que parecía lo más nuevo de todo el autobús. Algo más animado, se dirigió al conductor. 
—¿Para en 1875?
Por toda respuesta, el conductor señaló encima de su cabeza. Un cartel rezaba “Jane Austen (1775-1817)”. Y, después, “Enlace con Charles Darwin (1809-1882) y Darwinismo (Siglo XIX)”.
El autobús arrancó con un desolador petardeo. Timoteo trastabilló hasta dar con un asiento libre. Hizo una comprobación en su guía de viaje y asintió para darse ánimos. 
Frente a él, un niño de unos ocho años, con chaleco, camisa, pantalón corto y el pelo engominado a prueba de ráfagas de viento, lo miró fijamente. Timoteo, que no tenía facilidad para hablar con niños ni ganas de hacerlo, bajó la vista hasta su guía. 
—Hola —le escuchó decir— ¿A cuándo va?
Timoteo se giró hacia la madre del crío, esperando escuchar alguna advertencia acerca de no molestar a extraños. Pero la mujer parecía aguardar su respuesta. 
—A 1912 —dijo Timoteo. 
El niño balanceó las piernas. 
—Nosotros vamos a 1914. Tengo una cita con el Señor Doyle. Él no quería, pero le escribí una carta y lo convencí. 
—Habría sido un imprudente de no hacerlo —intervino la madre—. Sobre todo después de que mi Ernesto descubriera un fallo argumental en “El valle del terror”. 
Detrás de Timoteo, un caballero bufó. 
—Si no hubiera sido por Ernesto —continuó la madre en voz más alta—, Sancho Panza sería gobernador de la Ínsula Vacua. 
Timoteo parpadeó confundido. 
—Ínsula Barataria, querrá decir. 
—Eso es ahora, después de que Don Miguel lo arreglara. Ernesto tiene una habilidad especial para descubrir fallos argumentales, erratas, inexactitudes históricas… Los revisores ya se han interesado por él. 
—Incluso me han dado una placa —el niño sacó una pieza de plástico del bolsillo. Tenía dibujada una rueda con un reloj de arena en lugar de radios —Esta es de mentira, pero algún día me darán una de verdad. 
El autobús paró con un chirrido. Por las ventanillas se veía una interminable campiña inglesa. Una pareja subió; llevaban una cesta de mimbre y las mejillas sonrosadas. 
— ¿Va a ver a Wells? —preguntó Ernesto.
El autobús se puso en marcha con brusquedad y Timoteo tuvo que agarrarse al asiento. Tardó un poco en centrarse en lo que le decía el niño.
—¿Wells? ¿H. G. Wells? No, no. Yo voy a Machado. En 1912 publicó “Campos de Castilla”. 
—¿Y piensa llegar desde Austen? —se sorprendió la madre. 
—Si. Bueno, pensaba enlazar con Charles Darwin. La mujer de la Central me dijo que era las líneas más seguras, que no tenía pérdida. 
El caballero sentado detrás de Timoteo le dio unos golpecitos en el hombro. 
—¿Falta corta? ¿Piernas largas? —le guiñó el ojo izquierdo desde detrás de un monóculo.
Timoteo enrojeció.
—Parecía muy profesional —se justificó. 
—Y lo es —asintió el hombre—. Es la mejor vendedora que tienen. También la más inepta. 
—El otro día tuvimos que esperar una hora a que apareciera un señor que se había perdido en el Confucianismo. Pobre hombre —dijo la mujer meneando la cabeza. 
—Pero yo creía que podría pasar de Jane Austen a Darwin y de ahí a Machado. Todas son líneas biográficas. 
Los tres: el caballero, la mujer y el niño, negaron. 
—Pero no puede pasar de un país a otro así, sin más —le explicó el hombre—. No puede confundir las líneas temporales con el teletransporte. Lo mejor para viajar entre países son las líneas monárquicas. Después de las biográficas, son las líneas más fiables. 
—Siempre que se aclare con tanto tratado y alianza —le interrumpió la mujer—. Quite, quite. Lo mejor es una línea filosófica. Son largas y tienen muchas ramificaciones. Llegan prácticamente a todos los países.
El hombre bufó. 
—¡Es lo mejor! —respondió la mujer—. Lo único que tiene que hacer es no permanecer demasiado tiempo en ellas. Verá joven, a veces se pierden en algún callejón sin salida y tienen que volver atrás. 
—¿Entonces qué hago? —Timoteo pasó frenéticamente las páginas de la guía —Jorge III y luego…
La mujer negó con vehemencia. 
—Lo mejor será que pase a Darwin y que al final de la línea enlace con el Darwinismo. Es lo más sencillo. 
—Procure no estar mucho tiempo en el Darwinismo —le aconsejó el hombre—. Ese autobús siempre está lleno de bichos. 
—De ahí podrá pasar a Isabel II de España y luego, tranquilamente a Machado. 
Timoteo sacó un bolígrafo y tomó notas en la cubierta de la guía. 
—¿Y si me pierdo?
Ernesto le plantó la placa en las narices.
—Aprete el botón rojo—dijo señalando uno junto a la puerta de bajada. Y, añadió, canturreando—. “Los revisores están para garantizar la buena marcha de la historia y el disfrute de los viajeros”.  
—La siguiente es su parada, joven. Darwin y Darwinismo —le anunció la mujer. 
El caballero le dio un apretón de ánimo en el hombro. 

Timoteo bajó. La marquesina olía a una mezcla de salitre y pelo de animal. Un cartel anunciaba el próximo Darwin para dentro de diez minutos. Repasó sus notas en la guía y suspiró, preguntándose qué iba a hacer con el abono anual de líneas Cronos que la mujer con las piernas más largas del mundo le había vendido tres días atrás.  

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