Estado de alarma. Semana 1

Esto de tomarme las cosas con humor no es lo mío; se le da mejor a mi madre
Lo mío son las visones apocalípticas. 
Hace una semana que el gobierno decretó el estado de alarma. Más o menos, porque hay quien lo cuenta desde el viernes (yo) y quien lo cuenta desde el lunes, que es cuando realmente se notó la limitación de la libertad de movimiento. 
Tampoco es que importe mucho, la verdad. 
El caso es que llevamos una semana y se me ha hecho muy larga. Pero muy, muy larga.
Mis jefes, que pertenecen a un partido muy socialista, muy obrero y muy español, tardaron cinco días en decidir que sí, que podíamos hacer teletrabajo. No parecía gustarles la idea. Y no importaba mucho que les explicáramos que, si la idea era minimizar al mínimo las interacciones sociales, no tenía ni pies ni cabeza que nos pasáramos el fin de semana encerrados en casa para luego estar entre semana diez personas compartiendo pasillos, baños, cocina y despachos. 
Durante esa semana, por aquello de prevenir, nos hemos dedicado a abrir las puertas con los codos y ha hablarnos a gritos de puerta a puerta de los despachos. Por los pasillos nos avisamos unos a otros cuando vamos a pasar, para que quien esté se retire un poco y así guardar la "distancia social", que dicen ahora. Y cuando el viernes nos despedimos, nos tiramos besos al aire.
Sólo llevamos una semana y ya empezamos a perder la cabeza. 
La gente, por lo visto, se ha aprovisionado de papel higiénico, lentejas y lejía. Claro que yo no soy quien para juzgar. A fin de cuentas, fui al supermercado y salí con una coliflor. Todavía no sé qué me poseyó para comprarla, pero ahí ha estado, en mi nevera, toda la semana. Y el jueves estuve a punto de volverme a casa con ocho salchichas vegetarianas. ¡Ocho! ¿Para qué quiero yo ocho salchichas?
Paseo a T. con una mascarilla amarilla con dibujos de manzanas y ciruelas. No le tengo cogido el truco. Las gafas se me empañan, T. me mira raro  y mi teléfono, que es muy moderno y se desbloquea mediante reconocimiento facial no me reconoce y no se desbloquea. 
No creo que llevar mascarilla sirva de nada contra un virus microscópico, pero consuela. Si nos dijeran que llevar collares de huesos de pollo nos protegía, los llevaríamos. 
Como las autoridades sanitarias recomiendan limpiar las patas de las mascotas al volver del paseo, cada vez que llegamos a casa le limpio las patas a T. con una toallita. Nunca las había tenido tan limpias, tan hidratadas ni con ese suave olor a lavanda. Él esta encantado, porque después de cada limpieza de patitas le toca un premio.
Todo esto tendría su gracia, si no fuera porque en el fondo lo la tiene. 
Yo he pasado esta semana un poco descolocada cronológicamente y no sé si estoy reviviendo el pasado o he dado el salto a un futuro distópico. La gente hace colas delante de las tiendas, como si estuviéramos en época de posguerra y hubiera racionamiento. Si durante la Segunda Guerra Mundial las mujeres hacían vendas en sus casas, ahora cosen mascarillas con las telas que tienen a mano. Una compañera de trabajo me avisa de que se baja un momento al pueblo mientras se coloca bien los guantes de látex con la desenvoltura de una dama victoriana. Hablo con mis padres por videoconferencia como si estuviera destinada en alguna estación espacial. 
Lo dicho. Estamos a punto de perder la cabeza. 



Comentarios

Entradas populares