(Casi) Zen



El ser humano, cualquiera que sea su clase y condición, muestra una propensión a sumergirse en multitudes y a quejarse después. Buscan el contacto con sus iguales con avidez, sin razón ni causa que medie. Luego les siguen, el entrechocar de codos, los pisotones, la necesidad de vocear para hacerse oír, el agobio y la furia.
Miradlos ahora, zumbando como un enjambre de insectos en un supermercado cualquiera ¿Por qué han entrado? Algunos por necesidad, otros para satisfacer un capricho. Un número nada desdeñable porque han visto a otros dirigirse hacia las puertas con un carrito y otros tantos porque han visto salir carritos llenos y han sentido el aguijonazo de la envidia. 
Tomemos a esa joven, por ejemplo. Se llama Camelia y ha tenido una mala semana. Volviendo a casa ha tenido que bajarse una parada antes de tiempo porque no podía aguantar la ganas de llorar y no quería hacerlo en medio de un montón de desconocidos. Y aunque lo que más desea en el mundo es tumbarse en el sofá, debajo de su manta, dormirse y desaparecer durante unas horas, sabe que el ruido que le hacen las tripas no le dejará dormir. 
Su abuela le preparaba en verano bocadillos de atún. Calentaba el pan en la sartén con una pizca de mantequilla y preparaba el relleno con atún, huevo duro, perejil y mayonesa. Ella sólo tiene en la nevara media coca cola sin burbujas y un huevo duro. En el armario de las especias el perejil se secó hace tanto tiempo que ni siquiera tiene fragancia. 
Al llegar al supermercado está a punto de dar media vuelta. Hubiera sido lo más sensato. Podría ir al bar de la esquina y pedir una gamba rellena; podría ir a la gasolinera y comprar fideos instantáneos. Pero está cansada y el dolor de cabeza hace que pensar se parezca demasiado a nadar en gelatina. 
Deja el carrito junto a las taquillas, variado junta a la otra treintena de carritos que aguardan a que los recojan y la invade la sensación de estar cometiendo una traición. Reprime las ganas de hacerle una caricia, de decirle que no se preocupe, que volverá a por él. Nota en la garganta el nudo que anticipa las ganas de llorar otra vez.
Se adentra en el supermercado plagado de gente. ¿Cómo describir la vorágine? Los carritos que se cruzan, las manos que se alargan en busca de algo, de lo que sea, para tener la satisfacción de tachar algo en la lista de la compra. A su lado un hombre coge una col, a sabiendas de que detesta la col, así que Camelia coge lo primero que tiene a mano y que resulta ser un manojo de espárragos reseco y marchito. Es incomible y lo sabe, pero no lo suelta. Se retira a la zona de perfumería, en busca de algo de paz, de silencio, de oscuridad. Tiene ganas de gritarle al mundo que se detenga, que necesita descansar, respirar, pensar. Pero el mundo sigue girando sin prestarle atención. 
En su deseo de hacerse tan pequeña e insignificante como se siente, Camelia retrocede y golpea una huevera que un comprador descuidado ha dejado en la esquina de un carro demasiado lleno. Una posición claramente inestable pero que resulta ser providencial. La huevera cae y se abre, los huevos se rompen y el carrito resbala al pasar por encima y se desliza sin control hasta dar con una torre de papel higiénico. Camelia contempla cómo torre se derrumba, golpea a media docena de clientes. Dos de ellos tropiezan con los rollos y caen al suelo. Junto a ella un cliente pisa las yemas rotas y patina, arrastrando consigo a su pareja y a un desconocido. 
El pasillo se llena de gemidos de dolor y de maldiciones. 
Camelia sabe que debería sentirse mortificada, pero se da cuenta, con una lucidez, que nunca antes ha sentido, de que no siente culpa ni vergüenza. Ella, que no es nadie y no importa, ha provocado una pizca de caos. 
La fatiga de Camelia, casi infinita cuando ha llegado, desaparece y ve, ante ella, los caminos del azar dibujados en el suelo. Los sigue, titubeando al principio, con más seguridad a medida que se familiariza con los pasos y con el ritmo. Se agacha y coloca un espárrago reseco en la rueda de un carrito. Gira, y coloca otro un paso más allá. Se levanta y de un frasco de perfume despega la etiqueta de seguridad y la vuelva a pegar en la correa de un bolso. Avanza y atasca otro carrito, mientras el primero da un bandazo, un salto, golpea la estantería del detergente y tira medio lineal. Pega otra etiqueta de seguridad, mueve una cesta unos centímetros y la botella de whisky que debía ir a parara allí se estrella contra el suelo.
Nadie la detiene porque nadie la ve. 
Despliega el caos a su paso: la gente tropieza y se cae, las discusiones aumentan gradualmente de volumen y las alarmas empiezan a sonar cuando sus etiquetas cruzan las puertas. Los agentes de seguridad, habitualmente adormecidos en sus puestos, corren hacia las cajas y dos encargados salen de las profundidades del almacén armados con unas carpetas de clip que resultarán inútiles para apaciguar a sus clientes. 
Camelia se escabulle. Su dolor de cabeza se ha desprendido en jirones a medida que la confusión aumentaba.
En el tumulto de la entrada alarga un brazo sabiendo que encontrará una barra de pan y, un paso más adelante, unas latas de atún. Hace apenas media hora se hubiera atormentado por robar; ahora tiene la convicción que eso no es robar, porque alguien ha pagado ya por ellos. 
A una distancia prudencial contempla el caos que ha creado y piensa que es hermoso.

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