Space Opera en seis actos
I
Ese puntito rojo en la pantalla
No la llamábamos la Vieja Nodriza porque sí. Era vieja. Punto. Una nave estelar con más remaches en el fuselaje que material original. Se mantenía unida gracias a una combinación de soldadura y piezas de segunda mano.
Uno no estropea nave así de hermosa añadiéndole un módulo de Inteligencia Artificial.
—Un saldo. Prácticamente regalada —nos dijo Lee Ming—. Nos hará la vida mucho más fácil allá afuera, creedme. El proveedor es de fiar.
Yo protesté en voz muy alta, Viktor añadió algunos de sus mejores insultos y Camila, que no nos dirige más de cuatro palabras al mes dijo “No me gusta”, con lo que casi agotó su cupo para los siguientes treinta días.
Lee Ming nos igonoró con sus mejores maneras de capitán y conectó el chisme. Pasó lo inevitable. El panel de control mostró una línea tras otra de alertas hasta que se colapsó.
—Zarpamos mañana. Poneos a trabajar —dijo. Y se retiró a su camarote.
Filtros de aire, sistemas de gravedad, tanques de purificación del agua, circuitos eléctricos, calibrado del navegador… Tardamos horas en conseguir despejar la pantalla.
—¿Qué tal va? —preguntó Viktor por enésima vez desde el cuarto de máquinas.
Me restregué los ojos. Veía luces de colores detras de los párpados. Cuando los volví a abrir un escalofrío se me enraizó en la nuca.
Había un puntito rojo parpadeando en la pantalla.
II
Completa, total y absolutamente prohibido
La puerta estaba bloqueada, cualquier ruido, amortiguado, la luz era tenue y se había asegurado de que no le molestarían durante un tiempo. Llevaba ropa holgada y cómoda. La inyección de adrenalina estaba preparada y al alcance de la mano. Se había informado a conciencia y no había encontrado peligro, pero más valía ser precavido en estos casos.
Sobre la mesa, cuidadosamente protegida en su caja, aguardaba su última adquisición. Había sido prácticamente imposible de conseguir. Tan cara que había tenido que invertir las ganancias de sus últimas tres partidas de cartas y los sueldos de sus empleados del próximo mes, pero había valido la pena.
Uno tenía que tener sus vicios para sobrellevar el tedio y nada le causaba más placer que tachar elementos de la Lista Oficial de Alimentos Completa, Total y Absolutamente Prohibidos.
III
Sobre la naturaleza de las alarmas
No tuve tiempo de hacer nada más que encogerme cuando sonó la alarma. La de la Vieja Nodriza es espectacular. Capaz de perforarte los tímpanos, hacer que te chirríen los dientes y que se te doblen las rodillas, todo en cuestión de segundos.
Camila dio tal respingo que se cayó de asiento del piloto y Viktor llegó a la carrera desde el cuarto de máquinas.
—¿Qué se ha roto? ¿Qué has tocado?
—Nada. No sé que le pasa al chisme —grité para hacerme oír por encima de la alarma.
—¡Algo habrás tocado!
Repasaba frenética el manual de la Inteligencia Artifical en la consola de mano. Tener a Camila y Viktor resoplando por encima de mi hombro no me ayudaba.
—¡Te digo que no he tocado nada!
Por fin llegué al indicador que parpadeaba. Lo leí dos veces sin poder creerlo. Camila fue la primera en reaccionar.
—Mierda —dijo, agotando así sus cuatro palabras del mes.
IV
La forma correcta de hacer las cosas
Lo habían acusado más de una vez, y siempre a gritos, de ser precipitado, de no pensar las cosas con calma, o de no pensarlas en absoluto. Pero sentía un gran respeto por la Lista Oficial de Alimentos Completa, Total y Absolutamente Prohibidos. Había una forma correcta de hacer las cosas y nunca probaba algo nuevo sin haberse documentado exhaustivamente. Nunca había olvidado lo que le sucedió a aquel pobre diablo con un trozo de pescado.
Contuvo una nausea.
Aún así, el hastío de meses comiendo gachas y bebiendo agua reciclada se imponía siempre a cualquier reticencia.
Abrió la caja con reverencia, disfrutando de la anticipación. Dentro, protegida por un colchón de virutas de madera reposaba con aspecto inocente una esfera perfecta, de piel ligeramente granulada.
Se atragantó de la emoción.
V
Cuarentena
La alarma, ya de por si atronadora, subió de nivel hasta que los remaches de la nave protestaron.
—¿Riesgo biológico? —chilló Viktor—. ¿Aquí? ¿En Puerto Azud? ¿Cómo puñetas ha entrado algo en la nave?
—¡Y a mi que me cuentas! —le respondí a gritos.
—¡No pienso estarme dos meses de cuarentena como la última vez!
—¡No fui yo quien metió ese bicho en la nave escondido en el bolsillo del pantalón la última vez!
—¡Te he dicho cien veces que se metió él sólo!
—¡Claro que sí! ¡Y también metió forraje para estar cómodo y calentito!
Viktor y yo podríamos haber seguido gritándonos durante un buen rato. Era algo que hacíamos a diario, casi reconfortante en medio de una crisis. Camila nos soltó dos puñetazos y nos alargó las máscaras de oxígeno. No es nada cómodo seguir gritándose cuando llevas puesto uno de esos trastos.
Más tranquilos, examinamos la pantalla. La Inteligencia Artificial había rastreado el origen de la amenaza dentro de la nave. La consola se me cayó de la mano. Viktor se puso azul a pesar del oxígeno.
—¡Mierda! —repitió Camila, restando así una palabra del próximo mes.
VI
Sanguina
Le temblaron las manos al retirar la corteza. La carne, de un escandaloso escarlata, estaba jugosa, fresca, ligeramente ácida. Terminó ese primer bocado. Luego tomó otro, y otro más. Se recostó en su butaca con una sonrisa de placer y tomó un pedazo de corteza, lo rompió por la mitad y aspiró el aroma. Lánguidamente, tachó una línea de la lista.
Línea que concluyó con una quebrada cuando su tripulación, envuelta en humo y restos de metal quemado, pertrechada con equipos de oxígeno, reventó la puerta de su camarote. El estruendo de la alarma terminó por completar el cuadro, haciendo que le chirriaran los dientes.
—¡Alarma de riesgo biológico! —le apremió Antea.
Camila le arrojó una máscara de oxígeno.
Lee Ming se encogió en la butaca. Señaló las cáscaras sobre su mesa.
—Naranja sanguina —dijo, por toda explicación.
Los insultos de Viktor fueron épicos.
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