El hombre del tiempo


El verano había sido una interminable ola de calor, pesada, pegajosa, desquiciante. Hacía meses que languidecíamos y nos arrastrábamos bajo más de cuarenta grados. A las horas centrales del día las calles estaban desiertas, pobladas únicamente por nubes de cigarras que se habían convertido en plaga. El asfalto se quebraba, las fuentes se habían evaporado hacía tiempo, y los parques amarilleaban sin remedio. 
Aquella noche el hombre del tiempo tuvo la desfachatez de hacer su aparición de manga larga. Agobiados como estábamos de calor se lo perdonamos cuando anunció la llegada de una borrasca por el norte. 
—Traerá lluvias aisladas y una bajada generalizada de las temperaturas —dijo con una sonrisa satisfecha, como si hubiera sido el artífice del cambio del tiempo. 
De madrugada cayeron las primeras gotas. Grandes, gordas, perezosas se estrellaron contra el suelo para evaporarse al instante. Salimos a los balcones para ver las calles cubiertas de una condensación inusual, casi una bruma. Horas más tarde seguía lloviendo. Las gotas caían ahora con un ritmo alegre y, por fin, habían conseguido bajar unos cuantos grados el calor del verano. 
Al amanecer seguía lloviendo. Igual que al anochecer. Llovió durante veinticuatro horas sin descanso, barriendo el calor, asentando el polvo, acallando a las cigarras. Y luego, llovió durante veinticuatro horas más. Y durante otras veinticuatro. A veces la lluvia era tan fina que casi podía inhalarse, como una neblina; a veces era una lluvia furiosa, que apedreaba ventanas, coches y peatones. En ocasiones se desplegaba el arcoíris y un rato más tarde el cielo se cubría de una telaraña de relámpagos. 
Pasaban los días, pero la lluvia no cesaba. Y lo que había comenzado como una novedad, pasó pronto a ser una incomodidad. Los paraguas y los chubasqueros no bastaban cuando arreciaban las tormentas con fuerza, las botas de agua se agotaron en las tiendas, las cañerías se cegaron y, en lugar de tragar, comenzaron a expulsar agua a borbotones a la calle. El agua anegó plazas, parques y jardines y luego, encontró las fisuras de los edificios y entró en los salones y en los dormitorios.
El hombre del tiempo se mostraba perplejo. 
Al cabo de un mes, la tierra estaba tan blanda que los árboles se desprendían y dejaban ver unas raíces largas, húmedas y viscosas como algas. A los dos meses el moho comenzó a arraigar en las fachadas de los edificios. A los tres meses anidaron en los tejados gaviotas y martines pescadores.
Chubasqueros largos hasta los tobillos, calzado impermeable, guantes de látex… Sólo el rostro quedaba descubierto y también eso lo cubrimos. Con caretas de plástico nos disfrazamos de garzas, de nutrias, de truchas. Igual que un niño se esconde detrás de sus manos y cree desaparecer, hicimos lo que pudimos para escondernos de la lluvia. 
Y seguimos con nuestras vidas. 
Han pasado ocho meses.
Esta noche, durante el parte metereológico, el hombre del tiempo anuncia con voz queda el cese de las lluvias. A continuación, con el rostro demudado, avisa del comienzo de fuertes vientos. Ya no sonríe.

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