Sobre Hércules Poirot y la medida de las cosas.
Comencemos con una frase rotunda.
Nuestras vidas se rigen por unidades de medida, puntos de referencia, asideros para ordenar y clasificar el mundo.
Horas, minutos y segundos. Días, semanas y meses. Milímetros, centímetros y metros. Litros, decilitros y centilitros. Kilos y gramos. Y así podemos seguir midiéndolo todo.
Luego están las unidades de medida más personales. Por ejemplo, los canelones siempre se comparan con los de casa, al igual que las croquetas y las tortillas de patata.
Y, por último, están las unidades de medida puramente subjetivas; aquellas que sólo tienen sentido para uno y para nadie más. En mi caso, Audrey Hepburn y Cary Grant son la unidad de medida en cuestión de estilo: por debajo se sitúan todo el mundo y por encima la excelencia más absoluta.
Hércules Poirot, encarnado por David Suchet, me sirve para medir la clase de un lugar. Si un hotel, una estación de tren, un jardín están impolutos y cuidados, pintados con mimo, recortados al milímetro; si tienen un cierto aire de opulencia que no resulta excesivo, los muebles son robustos y las alfombras espesas, son dignas de Poirot.
En realidad son lugares fáciles de identificar.
Pongamos, por ejemplo, el balneario de Panticosa. Perdido en mitad del Pirineo, enclavado entre montañas rebosantes de vegetación, arrullado por el continuo sonido del agua, con un hotel con aires de dama de principios de siglo y una placita rodeada de casitas de madera en las que tomarse un café y comprar la prensa. El lugar ideal para darse de bruces con un asesinato. A nadie le extrañaría que saliera un cliente tambaleándose, con un puñal clavado en la espalda para derrumbarse frente al botones. Tampoco le extrañaría a nadie que Poirot apareciera detrás y pusiera sus células grises a trabajar.
Poirot en estado puro.
Claro que eso era antes.
Ahora el hotelito parece encogido, apabullado por las moles horrorosas de ladrillo y cristal que han construido detrás. La iglesia se ha quedado encajonada detrás de una pasarela incomprensible. Los jardines siguen estando, si, pero amenazados por un aparcamiento monstruoso. Y las casitas de madera han perdido los tejados y los vidrios de las ventanas. La modernidad y la eficacia han llegado como suelen hacerlo, acompañadas de cemento, líneas limpias y espacios diáfanos y funcionales, y se han dejado por el camino el encanto y el carácter.
Ha perdido su poirotidad.
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