Dos viajeros




La historia se cuenta rápido, como uno de esos cuentos infantiles que se recitan con los dedos de la mano. 
Dos viajeros salieron hacia la montaña. 
Dos viajeros se perdieron en la tormenta.
Dos viajeros se quedaron colgando de un risco.
Un viajero regresó. 
La historia no cuenta las noches en vela, las partidas de búsqueda sin resultado, la habitación vacía, la incertidumbre que se hace eterna. 
Pero claro, no hay dedos suficientes en una mano para contar todo eso. 
En realidad mi hermano era un incordio más que otra cosa. Disfrutaba con pequeñas crueldades, bromas que sólo le hacían gracia a él. Le divertían tanto que era capaz de reírse durante horas y recordarlas durante días. De niños me metía arena del gato en las zapatillas. Escondía mis deberes y luego fingía encontrarlos. Apagaba el despertador y salía corriendo hacia clase cuando yo salía en pijama al pasillo. 
En esas ocasiones lo hubiera tirado escaleras abajo y no me hubiera sentido culpable. 
Pero también era el que venía corriendo a mi cuarto cuando tenía una pesadillas y revisaba el armario y los bajos de la cama para comprobar que no había ningún monstruo. Me daba el trozo más grande del bizcocho de los domingos. Cuando mamá me servía el café sin azúcar porque decía que mis caries le estaban haciendo un agujero a su cartera, él fingía echarse azúcar en el café y me pasaba bajo la mesa el sobrecito de azúcar abierto. Yo me bebía mi café sin mirarlo, porque si lo hacía me entraba la risa, y él permanecía serio, la imagen del niño bueno, y enrollaba entre los dedos la tira que había arrancado del sobre.
Ha pasado un año. Tiempo suficiente para dejar de buscarlo y para empezar a recordarlo. O eso dice el tío Julián. Y ha juntado a la familia y a los amigos y ha organizado una comida en su recuerdo y él y mamá le han dado un abrazo muy fuerte a Mateo y se han empeñado en sentarlo a mi lado. 
Mateo es el viajero del cuento que salió hacia la montaña y que volvió.
Dicen que la comida ha estado buena. Pan con mantequilla, dos primeros y dos segundos y helado de postre. Ahora sirven el café y hacen circular fotografías de hace un año.
Mamá no me riñe cuando me echo el segundo sobre de azúcar y yo ya no lo espero. Para no tener que mirar las fotografías juego con las tiras de papel. Las enrollo igual que hacía él, entre el índice y el pulgar, con un único movimiento. 
El tío Julián se detiene en una foto.
—¿Que te hiciste? —le pregunta a Mateo.
Y nos enseña una fotografía en la que tiene el pelo de de punta y la cara llena de ronchas rojas. 
—Yo nada —dice con ligereza—Fue él, que me cambió la gomina por pegamento de barra. 
—¿Y esa cara?
Mateo se encoge de hombros, como hacen los hombres de mundo.
—Gomina en lugar de aftersun.
—Ay, siempre fue un bromista —ríe el tío Julián. 
Yo, que se mejor que nadie que sus bromas no tenían gracia, miro a Mateo por el rabillo del ojo. No se parece al de la fotografía. El de ahora camina con la espalda más recta, con la barbilla más alta, como si ocupara más espacio.
Sin pensarlo enrollo otra tira de papel. 
Sacan los licores y los puros. Arrancan los discursos y, por cada uno, enrollo una tira de papel. Cuando le piden a Mateo entre aplausos que hable, que hable y se pone en pie, tengo un nido de papel en el regazo. 
Mateo se incorpora, colorado, y se sacude del jersey unas cuantas tiras. Coge la copa para aclararse la garganta. Pesca un trocito de papel del agua con la ayuda de un tenedor. Da un trago, tose y escupe una tirita de papel. Tose otra vez, como si tuviera algo atravesado en la garganta y el tío Julián le da unas palmadas en la espalda. 
Más papelitos caen al suelo. 
Mateo se recupera. Y si tiene algo que decir no le da tiempo porque en ese instante entra por la puerta, discretamente, el guarda de la montaña y, cuando nos ve, se dirige a nosotros arrastrando con sus botas de campo un centenar de papelitos enrollados. 
Y Mateo se sienta. Tiene la espalda encorvada, la barbilla caída. Cualquiera diría que ocupa menos espacio. 

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