Las ocas



Sentado en la parada del tranvía, Amor desmiga un cuscurro de pan en el bolsillo del abrigo. 
Cualquiera que lo viera lo tomaría por un caballero: cabello plateado y abundante, traje y chaleco, bigote severo y zapatos relucientes con los cordones cuidadosamente atados con un solo nudo. Incluso lleva un bastón con la empuñadura de un querubín y dos alas puntiagudas y plateadas que balancea con descuido. 
Sin embargo, cuando el tranvía llega, se lanza dentro. No se molesta en validar su tarjeta porque no le ve sentido a pagar si el vehículo circulará con independencia de que lo haga o no. Es hora punta, la que más detesta, así que, sencillamente, se abre camino en linea recta. Cuando los viajeros no se apartan a su paso punza los tobillos que le estorban con la punta del bastón, clava las alitas de la empuñadura en costillas ajenas y, en general, blande la cabeza del querubín con elegante negligencia. 
Cuando llega al sitio escogido se deja caer y la pasajera que estaba sentada tiene que levantarse  apresuradamente para no terminar con él sentado en su regazo. Si ha pensado en protestar, lo olvida enseguida porque Amor le dedica su su mejor mirada furibunda, capaz de hacer gimotear al mismísimo Can Cerbero. 
Hoy se ha levantado con mal pie. 
En un día normal, Amor se levanta, desayuna en la cafetería de la esquina, recoge un par de trozos de pan duro que le reservan en la cocina y se marcha al parque, a dar de comer a las ocas. 
En un día malo, Amor se levanta con un cosquilleo en la nuca. De nada le sirve ignorarlo. El cosquilleo se extiende espalda abajo, se ramifica hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies. Al poco rato tiene palpitaciones, sudoraciones y lo inunda una profunda melancolía.
En un día malo, lo único que le funciona es lanzarse a la calle en busca de una pareja de incautos. 
El tranvía toma una curva. Su compañero de asiento se balancea sin levantar la vista del teléfono. Apoyada en la pared del tranvía, una viajera se ajusta al vaivén del vagón sin dejar de leer de su libro. 
Los dos permanecen ajenos a todo y Amor sería capaz de ponerse a gritar, tal es su frustración.
Añora los viejos tiempos. En la Edad Media podía pasearse por el mundo con un carcaj y disparar flechas sin que nadie pusiera el grito en el cielo; es más, le componían glosas. El Renacimiento fue un periodo glorioso. Le bastaba con aparecerse en sueños o susurrar durante las noches insomnes un nombre a un oído. ¡La de escenas que se pintaron en las que él, en un discreto segundo plano, era el artífice de la historia!
En estos tiempos que corren resulta imposible sacar una mísera flecha a la calle. Y desde que se inventó el psicoanálisis la gente se empeña en buscar explicaciones absurdas a sus apariciones.
Amor suspira con fastidio. Detesta esta época, detesta a los humanos, detesta este impulso, esta comezón que lo impulsa a unir almas inmortales desde hace milenios, y si supiera cómo morirse lo haría. Pero no sabe. Así que no le queda más remedio que intervenir. 
Cuando su compañero de asiento se pone en pie para bajar, desliza el bastón y traba su zancada. Antes de que pueda agarrarse a nada, le propina un golpe en la muñeca con la empuñadura. Amor la siente crujir y no lo lamenta. Si ese hombre hubiera estado un poco más alerta y se hubiera fijado en la mujer con la que comparte trayecto todos los días, él habría podido tomarse su café como todas las mañanas y todos se abrían ahorrado esto. 
El hombre cae sin gracia sobre la mujer que lee y, en la caída, se llevan por delante a tres pasajeros más. Las exclamaciones recorren el vagón. Los brazos se tienden para ayudar a los caídos a levantarse pero ellos dos permanecen inmóviles en el suelo. Él boquiabierto, con una cara de bobo que no se le quitará en lo que le queda de vida. Ella con la sonrisa radiante de quien sabe lo que ha encontrado. 
El tranvía se detiene. Amor se pone en pie y se encamina hacia la salida manejando el bastón con destreza para abrirse camino. Pasa por encima de la nueva pareja sin prestarles atención. Si lo suyo será una tragedia, una epopeya, un pacífico vivir cogidos de la mano, o si lo malograrán, es algo que no le importa en absoluto. Lo suyo es unir almas; lo que hagan después le trae sin cuidado. Al fin y al cabo, los humanos sí tienen libre albedrío. 
Coge el tranvía en sentido contrario y se dirige al parque. Las ocas agradecen su pan desmigado y él agradece pasar el tiempo contemplando a esas criaturas que, sin precisar de su ayuda, saben reconocer a sus almas gemelas en la bandada.

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