El Gran Kandinsky




Todo el mundo piensa que la magia está en el mago. 
Se equivocan. 
La magia está en las candilejas, en el terciopelo de los asientos y en las luces eléctricas que zumban en el patio de butacas. En los vestidos largos de las damas y en los trajes bien cortados de los caballeros. 
El Gran Kandinsky lo sabe muy bien, que todo truco de magia es un engaño y todo mago es, en realidad, un tramposo. 
Pero un tramposo con orden y con método. 
Eso lo que le diferencia a él de cualquier trilero que hace bailar las cartas frente a la estación de trenes. 
Lo aprendió hace dos décadas de su maestro, cuándo él no era más que un muchacho imberbe al que había que remeterle las costuras para que no pareciera que estaba a punto de desaparecer engullido por su propio traje sobre el escenario. 
Y se le grabó a fuego cuando su maestro no salió de la tina de agua de la que debía escapar triunfal, al compás de la orquesta. 
Se llevó a cabo una investigación, por supuesto. Aunque a la policía le resultó algo difícil de desarrollar sin saber exactamente cómo tenía que resolverse el truco. Concluyeron que la tragedia se había debido a un error, a un despiste. A fin de cuentas, los magos también eran humanos. 
Él si sabia cómo funcionaba el truco de escapismo y se basaba sencillamente en fuerza bruta, resistencia y una pizca de engaño. A su maestro le había faltado diligencia. Así que corrió todas las madrugadas, nadó en el río entre placas de hielo y levantó mancuernas hasta que le temblaron los brazos y le ardió la espalda.
Aprendió a ensanchar el pecho cuando le ataban las cadenas. A tragar llaves y a regurgitarlas más tarde. A esconder ganzúas finas como un cabello en el dobladillo de sus trajes. 
La primera vez que tuvo que dislocarse el hombro para escapar de un barril sumergido le dolió tanto que se juró que no volvería a hacerlo. Luego descubrió el opio y repitió su hazaña en teatros cada vez mayores hasta que el riesgo se volvió rutina.
Ahora tiene a su propio ayudante imberbe y a una asistente que, vestida con un traje mínimo de lentejuelas, repiquetea por el escenario arrastrando con ella las miradas del público según el truco de magia lo requiere. 
Ahora lo invitan a veladas poéticas, a recitales de música y a cenas de siete platos donde el champan baja en cascadas de copas. Y él disfruta enormemente de todas esas atenciones.
Aunque, piensa el Gran Kandinsky, mientras se introduce en el estanque de agua, quizá se excediera comiendo anoche, porque se siente más constreñido de lo habitual cargado de cadenas y tiene la impresión de que, ocupado como estaba invitando al público a cerrar los candados, no ha ensanchado las costillas como debiera. 
Si se alarma, no lo deja traslucir porque sabe que en el bajo de los pantalones están sus ganzúas. Aunque cuando sumerge la cabeza, que siente algo pesada después del champán de la cena, no recuerda haberlas palpado antes de salir a escena. 
Sí que recuerda las llaves, colocadas en hilera sobre su tocador, y cuando las las luces del teatro se atenúan y al otro lado del vidrio su ayudante se convierte en un borrón de destellos, se dice que está casi seguro de habérselas tragado. 
Y cuando la orquesta ataca su fanfarria, trata de recordar si su imberbe ayudante tiene a mano el hacha para romper el cristal de la pecera, pero no lo recuerda. 

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