El tío Otto
No hay nada malo en tener siete años y los dientes torcidos, en llevar gafas de culo de botella y necesitar zapatos ortopédicos. Pero que, además, tus padres te llamen Agustiniano, es una llamada a la desgracia, a que te lluevan collejas de camino a la pizarra y a que la pelota te pegue siempre en la cara en clase de gimnasia.
Agustiniano pensaba en todas estas cosas, y en alguna otra todavía menos alegre, aquel viernes de noviembre, mientras cojeaba a la salida del colegio.
El tío Otto lo saludó agitando el brazo en cuanto lo vio. Y como medía casi dos metros, todo el mundo lo vio a él.
Era la primera vez que lo dejaban a su cuidado. Su padre tenía una reunión de negocios en Nueva York a la que, bajo ninguna circunstancia, podía faltar. Y su madre tenía una reunión de trabajo en Tokio a la que, por supuesto, debía acudir. Su abuelo no tenía tiempo. Y él no tenía amigos con los que poder quedarse unas semanas.
Si el colegio era malo, que el tío Otto lo esperara a la salida, era todavía peor. El lunes una madre le había indicado, con mucho tacto, que llevaba el jersey del revés.
— Es para desgastarlo igual por los dos lados —le había contestado tranquilamente.
Y la madre había dado un paso a un lado y no había insistido más.
El martes lo había esperado apoyado en una palmera de tres metros de largo que había arrastrado desde el vivero; el miércoles sentado en dentro de una cuba vieja de hacer vino y ayer con una bicicleta del Ayuntamiento colgada del hombro.
Cuando Otto le había dicho que eso era una falta de urbanidad, lo había mandado a su cuarto castigado por utilizar esa palabra.
Aquel viernes sólo traía consigo una bolsa de la compra llena de paquetes de pasta de hélice.
—Cojeas — dijo el tío Otto.
—Me he caído —mintió él.
Y eso fue todo lo que se dijeron.
De camino a casa Agustiniano vigilaba por el rabillo del ojo a su tío. En realidad, también se llamó una vez Agustiniano, como su abuelo y su bisabuelo y todos los varones de su familia. Pero cuando cumplió los dieciocho años se fue al registro civil y se cambió el nombre. «Otto es más cómodo de llevar» le dijo una vez. Su abuelo Agustiniano se enfadó tanto que de la rabieta se arrancó medio bigote y tuvo que enviar a su secretario a por una maquinilla de afeitar porque no podía presentarse delante de su empleados con sólo medio bigote.
Al llegar a casa su tío lo llevó directamente al jardín.
—¿Qué te parece?
Agustiniano no contestó porque no sabía qué era lo que estaba viendo. Su tío había llenado la cuba de tierra y había trasplantado la palmera. Además, había desmontado la rueda delantera de la bicicleta y había atornillado el resto a la cuba.
—Bonito, ¿verdad? En cuanto hierva las hélices estará listo—dijo—. Y ahora sube a tu cuarto a perder los deberes o lo que sea que hagáis ahora los niños.
Horas después, su tío lo llamó al jardín y le puso en las manos una cacerola de pasta hervida y tres botes de cristal.
—Sepáralos por colores. Si tienes hambre ábrete una la lata de atún, pero no te las comas. Nos harán falta.
Subido en una escalera de mano su tío tendía hilos de pescar desde la bicicleta, los enroscaba por el tronco de la palmera hasta las horas y, al extremo de cada uno, colgaba una hélice de color verde. Cuando terminó metió dentro de la cuba los cojines del sofá del comedor, dos mantas, una botella de zumo de uva, seis latas de atún y sus abrigos y luego se sentó en el sillín de la bici.
—¿Listo?
—¿Para qué? —preguntó Agustiniano, que tenía la nariz helada y las manos pegajosas de separar la pasta.
—Para viajar, por supuesto —señaló los botes de cristal—. Verdes para la selva, naranjas para las montañas y amarillos para el desierto.
Agustiniano no se movió. Pensó en si seria capaz de encontrar los teléfonos de los hoteles de sus padres o en si el vecino le abriría si corría hasta su casa y aporreaba su puerta.
Con un suspiro su tío comenzó a pedalear. Las hélices se movieron. Suavemente al principio. El tío Otto aceleró el ritmo y las hélices de pasta comenzaron a girar con más fuerza. La palmera cimbreó y la cuba se elevó dos palmos del suelo.
—¿Vienes?
Agustiniano se recolocó sus gafas gruesas y se quitó sus zapatos ortopédicos. Soltó el aliento que haba estado conteniendo y el aire silbó entre sus dientes torcidos.
—¡Espera! —susurró—No te vayas sin mí.
Entró corriendo a la cocina. Cogió la lista de la compra de la puerta de la nevera y escribió:
«Queridos papá y mamá,
Salgo de viaje con el tío Otto.
Volveremos cuando se nos terminen las hélices.
Con cariño,
Gus»

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